THE GUNS OF NAVARONE. 1961. 155´. Color.
Dirección: J. Lee Thompson; Guión: Carl Foreman, basado en la novela de Alistair MacLean; Dirección de fotografía: Oswald Morris; Montaje: Alan Osbiston; Música: Dimitri Tiomkin; Diseño de producción: Geoffrey Drake; Producción: Carl Foreman, para Highroad Productions-Columbia Pictures (EE.UU.)
Intérpretes: Gregory Peck (Capitán Mallory); David Niven (Cabo Miller); Anthony Quinn (Coronel Stavros); Sranley Baker (Brown); Anthony Quayle (Mayor Franklin); James Darren (Spyros Pappadimos); Irene Papas (Maria Pappadimos); Gia Scala (Anna); James Robertson Justice, Richard Harris, Bryan Forbes, Alan Cuthberson, Michael Trubshawe, Percy Herbert, George Mikell.
Sinopsis: Un grupo de soldados aliados recibe la misión de sabotear dos potentes cañones, situados en la isla griega de Navarone, para que los alemanes, que ocupan el país, no puedan obstaculizar con esas armas el rescate de unos dos mil soldados en situación límite.
El mayor éxito crítico y comercial en la extensa e irregular carrera como director de J. Lee Thompson fue Los cañones de Navarone, epopeya bélica que se convirtió en un clásico del género casi desde el mismo momento de su estreno, y que hoy permanece como pieza seminal de esa corriente de películas, ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, que recrean diversas misiones suicidas de las tropas aliadas que amargaron a los nazis su existencia posterior al Blitzkrieg. Este film de productor, urdido por un Carl Foreman que se encargó de la adaptación de la novela de Alistain MacLean, ganó el Óscar a los mejores efectos especiales, estuvo nominado a otras seis estatuillas y logró hacerse con el Globo de Oro a la mejor película dramática, superando a títulos como Esplendor en la hierba y Vencedores o vencidos.
Está claro desde el primer momento que la idea era hacer una superproducción espectacular, siguiendo la estela de esa joya que revitalizó el género bélico llamada El puente sobre el río Kwai. Como este objetivo se cumplió, y por entonces los estudios se preocupaban de que sus proyectos más costosos tuvieran un guión decente, el resultado fue una película de mucha calidad que empieza con un agradecimiento a toda Grecia por las facilidades ofrecidas para la realización de la cinta y con la voz de un narrador, James Robertson Justice, que ilustra al espectador sobre lo que va a ver en las dos horas y media siguientes. Se trata de organizar un pequeño Dunkerque en el archipiélago heleno, en uno de cuyos rincones se apelotonan dos mil soldados británicos en una situación tan extrema que todo hace prever que pocos de ellos puedan sobrevivir una semana más en esas circunstancias. Ante el fracaso de los distintos intentos de rescate, el último de los cuales es descrito por uno de los soldados supervivientes de una forma tan sincera como gráfica, se decide enviar un pequeño comando para inutilizar el mayor obstáculo para la misión: dos impresionantes cañones situados en la isla de Navarone, ocupada, como el resto del país, por los nazis. El alto oficial británico encargado de liderar el operativo decide recurrir para coordinarlo al capitán Mallory, un experto soldado que, además, habla perfectamente el alemán y el griego. Les acompañarán un cabo experto en explosivos, un coronel de la Resistencia griega con el que Mallory tiene un antiguo y doloroso asunto que resolver, un inglés muy ducho en el combate cuerpo a cuerpo y otro militar nacido en aquellas islas que destaca por su capacidad para liquidar enemigos. Como es natural, las posibilidades que tienen esos hombres de cumplir con su misión y poder contarla después están muy lejos de ser importantes, pero los oficiales al mando no ven otra esperanza para liberar a los sitiados.
Thompson aplica todo su saber hacer, que no es poco, a una historia sólida en la que, al margen de vibrantes episodios de acción que muestran las mayúsculas dificultades que se encuentra el comando, no ya para volar los cañones, sino incluso para acceder a la propia isla, hay espacio para analizar las relaciones personales que se establecen entre los protagonistas, hombres de orígenes y temperamentos muy distintos que deben colaborar para cumplir con el servicio encomendado y salir con vida de Navarone. Es cierto que, en este aspecto, se aprecian muchos tópicos (que entonces, y justo es reconocerlo, no lo eran tanto), y que lo mejor de la película se encuentra en la acción pura, pero es de alabar la reseñada búsqueda del equilibrio, al que también ayuda el ocasional empleo de esa ironía presente en la novela original. En una época en la que no había ordenadores, ni cámaras ultraligeras, me quito el sombrero ante secuencias como la que recrea la llegada del comando a la isla de Navarone, a bordo de una auténtica tartana marina y en medio de una tempestad de esas que hacen temblar a los marineros más expertos. Sigue siendo magnífica hoy, y no sólo se encuentra entre lo mejor que haya rodado Thompson, sino que es una gozada verla en una gran pantalla. Otro momento álgido es la secuencia inmediatamente posterior a la descrita, en la que el comando accede a la isla a través de una montaña casi vertical que convierte la escalada en un cara o cruz. Y la escena cumbre, en la que Mallory y Miller acceden a los cañones, no sólo no decepciona en absoluto respecto a las anteriores, sino que incluso es capaz de subir el listón del espectáculo. Es cierto que, entre medias, la película tiene altibajos, y que durante el devenir de los soldados en la isla, previo al momento de ejecutar su misión, el desarrollo se hace algo lento y el conjunto pierde vigor, algo a lo que no es ajeno el hecho de que la historia se maneja mejor cuando en ella sólo intervienen personajes masculinos. Los cañones de Navarone es una película maniquea, pero como aquella sí fue una guerra del bien contra el mal, se le perdona. Eso sí, para entonces ya estaba claro que Occidente debía camelarse a los alemanes (no mucho después algún líder importante llegó a disfrazarse de berlinés), y por ello se deja claro que las SS y la Wehrmacht eran dos cosas distintas. Sea como fuere, el espectáculo, con ese Cinemascope que es un puro lujo, es de mucho nivel, la precisión y el rigor en la sala de montaje hacen que la película sólo decaiga cuando hace concesiones a la galería, y la iluminación roza la excelencia, con especial brillo en la comentada secuencia de la tempestad, en la que, para acentuar la fiereza de los elementos, se prescinde de la épica banda sonora compuesta por un Dimitri Tiomkin en su mejor momento, que aquí ofreció un gran trabajo, con un tema principal copiado hasta lo in¡finito.
El reparto está a la altura de lo que se espera en una superproducción, con grandes estrellas del momento, que se desenvuelven muy bien en roles de mayor exigencia física de los que acostumbraban a desempeñar, y un solvente plantel de secundarios. Gregory Peck insiste en su perfil de héroe enérgico pero con la bonhomía por bandera, y la verdad es que pocos actores hay más adecuados para dar vida a personajes de esta clase. David Niven aparca en la mayoría de sus intervenciones su habitual registro de dandi adicto a la ironía, y da un gran juego en la escena en la que desenmascara al traidor, de carácter marcadamente dramático. Eso sí, nadie como él para decir eso de: «Le he echado un vistazo al barco, y sólo puedo decir que no sé nadar». Anthony Quinn, actor experto en papeles exóticos, asume un rol de griego que anticipa el momento de mayor gloria en su carrera, y lo hace con su fuerza característica, aunque en la escena en la que se intenta hacer pasar por un pescador sobreactúa de manera apreciable. Stanley Baker, notable actor británico ya familiarizado con Grecia y la Segunda Guerra Mundial, aporta solvencia al rol de experto matarife a quien empieza a repugnar el olor de la sangre, y James Darren es el más discreto de un comando en el que Anthony Quayle se luce como jefe militar mucho más noble que tiránico. Su último plano, desde la cama del hospital, resume lo que es cumplir un objetivo con tanta eficacia como la que exhibe Richard Harris al describir lo que en verdad es la guerra del modo en que lo hace. Su intervención ejemplifica muy bien eso de que no hay papeles pequeños. Irene Papas, una de las escasas estrellas cinematográficas griegas de alcance internacional, hace un papel que es una especie de Anna Magnani helena, y lo cierto es que lo hace bien. Gia Scala, la otra presencia femenina destacada del reparto, y una de las pocas que sabía lo que era rodar a las órdenes de Thompson, sirve una interpretación que no pasa de correcta.
Un clásico con todas las letras, eso es Los cañones de Navarone, un film espectacular, muy brillante en distintos aspectos, que marcó una senda que otros muchos continuaron, con mayor o menor acierto. No creo que sea la mejor película de J. Lee Thompson, pero sí la más compleja de todas, y por ello el resultado es especialmente satisfactorio.