MIL GRITOS TIENE LA NOCHE. 1982. 85´. Color.
Dirección: Juan Piquer Simón; Guión: Dick Randall y John Shadow (Roberto Loyola); Dirección de fotografía: Juan Mariné; Montaje: Antonio Gimeno; Música: Librado Pastor; Decorados: Gumer Andrés y Gonzalo Gonzalo; Producción: Dick Randall y Stephen Minasian, para Almena Films (España).
Intérpretes: Christopher George (Teniente Bracken); Lynda Day George (Mary Riggs); Frank Braña (Sargento Holden); Edmund Purdom (Decano); Ian Sera (Kendall); Jack Taylor (Profesor Brown); Paul L. Smith (Willard); Gérard Tichy (Dr. Jennings); May Heatherly (Sra. Reston); Hilda Fuchs, Roxana Nieto, Cristina Cottrelli, Isabel Luque, Emilio Linder, Leticia Marfil, Silvia Gambino, Carmen Aguado.
Sinopsis: Un niño asesina a su madre con un hacha. Cuarenta años después, aparece el cadáver de una chica decapitada en un campus universitario de Boston.
El valenciano Juan Piquer Simón fue uno de los escasos directores españoles que se especializó en realizar películas de género. Su filmografía se mueve alrededor de las modas, la mayoría importadas, de cada momento, y se compone en su mayoría de versiones patrias, en general bastante pedestres pero siempre en busca de proyección internacional, de éxitos llegados desde más allá de nuestras fronteras. No se sale de la norma Mil gritos tiene la noche, la película más conocida de Simón, catalogada como el primer slasher español y rodada al hilo de taquillazos mundiales como Viernes 13. Ignorada en España. la película alcanzó cierta repercusión en los Estados Unidos, y hoy es reivindicada por cinéfagos amantes del delirio, no pocos de los cuales consideran que estamos ante un film al que su propia falta de calidad le convierte en un motivo de retorcido disfrute. Lo suscribo.
Si algo puedo destacar de Mil gritos tiene la noche es que es hija de la falta de criterio, y también de complejos, más absoluta. Diría que lo mejor de ella es su título… que tampoco tiene demasiado sentido en una obra en la que casi todo sucede de día. La acción, como suele suceder en esta clase de productos, se sitúa en los Estados Unidos. El prólogo, que es de lo más digno del conjunto, nos presenta, en una solitaria casa bostoniana y en el año 1942, una idílica imagen familiar, con un niño haciendo un puzzle y una madre que le observa complacida, hasta que comprueba que la figura que compone el rompecabezas es la de una joven desnuda. Entonces, la mujer monta en cólera y acusa a su hijo de haber heredado los peores defectos de su padre. El conflicto lo soluciona el infante con la inestimable ayuda de un hacha. Cuando llega la policía, el muchacho dice que todo ha sido obra de un hombre grande, y nadie parece plantearse otra alternativa. No obstante, en esta secuencia la puesta en escena es más que correcta, el crimen es todo lo efectista que podamos imaginar y se incorpora un meritorio tema musical, que acaba convirtiéndose en agotador al reaparecer sin variaciones cada vez que el asesino hace de las suyas. Consumado el asesinato, el film salta a la época contemporánea y retoma el hilo al aparecer el cadáver de una alumna decapitada en un prestigioso recinto universitario.
Podríamos decir que los referentes de Piquer Simón son claramente norteamericanos, y van desde La matanza de Texas hasta La noche de Halloween para acabar con la mencionada Viernes 13. Incluso el asesino es clavado al personaje de La Sombra. Todo eso está en Mil gritos de la noche, pero es que las influencias italianas son aún más notorias. Primera, porque el slasher es un descendiente directo del giallo, subgénero genuinamente transalpino. Fueron, de hecho, Mario Bava y su más reputado sucesor, Dario Argento, quienes hicieron la transición entre un género y otro, y el film objeto de esta reseña sigue el esquema marcado por ambos no sólo en la investigación policial que tiene lugar tras el primer asesinato en el campus, sino porque, en conjunto, esta película puede ser considerada una versión cutre de Suspiria. Pero es que, además de señalar que antes de Estados Unidos estuvo Italia, no debe olvidarse que después también lo está, ya que tanto por su atropellada puesta en escena, por lo delirante del conjunto, por la significativa presencia del sexo y por una manera tan explícita de mostrar los asesinatos que roza abiertamente el gore, Mil gritos tiene la noche se emparenta de manera directa con las obras que directores como Lucio Fulci, Ruggero Deodato, Sergio Martino o Joe D´Amato facturaban por doquier en aquellos años. Al igual que hacían muchos de ellos, Juan Piquer Simón utiliza un nombre anglosajón (J.P. Simon) para firmar la película.
El film posee el importante don de no aburrir, aunque casi todo en él revela torpeza y descuido. Incluso el crimen más estético de todos, que tiene lugar en la cama de agua, se ve ensombrecido por un error de principiante que alguien debió percibir en la sala de montaje. El guión no tiene pies ni cabeza, los diálogos son intrascendentes y obvios hasta lo risible (ya se supone que una persona a la que cortan por la mitad debe sufrir lo suyo, pero no está de más recalcarlo), los personajes parecen definidos por un chimpancé drogado hasta las cejas, y lo correcto y lo infumable se alternan sin solución de continuidad. Eso sí, la película tiene dos momentos que justifican que tenga fans, por lo alejados que están de la mediocridad y porque empujan a la sana carcajada: la escena del karate es de las más ridículas que uno haya visto jamás, y el final, una verdadera pieza de museo que sólo puede ocurrírsele a una mente que, además de muy enferma, esté ocupada en muchas más cosas de las que es capaz de abarcar. Todo es una gigantesca excusa para mostrar mutilaciones a cascoporro, la mayor parte de las cuales afectan a jovencitas muy ligeras de ropa que, eso sí, alegran la vista antes de ser descuartizadas. Como guinda, la manera en la que se descubre la identidad del asesino consigue que Ace Ventura parezca Maigret. Entre tanto despropósito, el trabajo en la iluminación de Juan Mariné se salva de la quema.
Los actores, llegados de todas partes, participan de la falta de criterio general. Para que se tenga más claro el empeño que se puso en esta película, el nombre del protagonista, Christopher George, está mal escrito en los créditos. Su trabajo es más digno que eso y, de hecho, es el mejor del elenco junto a Frank Braña, que interpreta al otro policía encargado de investigar los crímenes. Lynda Day George, actriz televisiva que no se prodigó demasiado en la gran pantalla, hace lo que puede en el rol de una agente infiltrada en el campus como profesora de tenis (ahí también el chimpancé debía de ir bastante puesto), mientras que un habitual del terror patrio, Jack Taylor, pasa por allí con el único objeto de proporcionar un falso sospechoso. Edmund Purdom, sin duda, ha tenido interpretaciones mejores, pero parece Nicholson en Chinatown al lado de Ian Sera, que aporta a su imposible personaje una actuación que roza lo delictivo, y de Paul L. Smith, que nos brinda uno de los peores trabajos actorales que la imaginación humana pueda concebir. El resto, son las señoritas que enseñan carne y acaban troceadas, Gérard Tichy que sale unos minutos y adiós muy buenas, y el impagable Bruce Le, que años antes de ponerse a abrir bazares en el extrarradio nos deleita con una intervención para el recuerdo.
Mil gritos tiene la noche es un film de terror en todos los sentidos, una película tan mala, que nadie debería perdérsela en un mundo robotizado en el que la carcajada está a precio de piso de obra nueva.