SE VENDE UN TRANVÍA. 1959. 29´. B/N.
Dirección: Juan Estelrich; Guión: Luis García Berlanga y Rafael Azcona; Dirección de fotografía: Francisco Sempere; Montaje: Rogelio Cobos; Música: José Pagán y Antonio Ramírez Ángel; Dirección artística: Luis Puig; Producción: Juan Julio Baena, para Estudios Moro, S.A. (España).
Intérpretes: José Luis López Vázquez (Julián El Toribio); Antonio García Quijada (Felipe); Antonio Martínez (El primo); Goyo Lebrero (Próxima víctima); María Luisa Ponte (Julia); Chus Lampreave (Marujita); Luis Ciges (Manolo); Pedro Beltrán (Falso inspector); José María Tasso (Paco); Jesús Martín Heredia, Luis Marín, José Orjas, Xan Das Bolas.
Sinopsis: Un timador explica las razones que le han llevado a la cárcel.
Se vende en tranvía es, en muchos sentidos, un proyecto frustrado, pero pocas obras han dado tanto juego a pesar de este calificativo. Hablamos de un mediometraje pensado para ser el primer capítulo de una serie televisiva, Los pícaros, que no llegó a realizarse porque la censura franquista olió el tufillo subversivo y anticlerical que emanaba esta punta de lanza del proyecto, y se opuso a que el asunto fuera más allá. El film supuso el primer trabajo como director de Juan Estelrich, que se prodigó mucho más en otras facetas del séptimo arte, pero es recordado especialmente por ser la primera colaboración de una pareja profesional que escribió algunas de las páginas más memorables del cine español, la formada por Luis García Berlanga, que también se reservó las labores de supervisión e incluso hizo un cameo, y Rafael Azcona. Juntos escribieron esta pieza, que uno calificaría como una exhibición de entrañable mala uva.
La película bebe del buen número de obras italianas que, en esos tiempos, retrataban a ladrones de bajos vuelos y servían como parodias de las también numerosas cintas de atracos planificados al detalle y ejecutados sin fallo. Berlanga y Azcona importan ese modo de hacer que, a su modo, funciona como ejemplo de las diferencias entre el glamouroso cine americano y la realidad, mucho más pedestre, del sur de Europa cuando la posguerra no quedaba aún demasiado lejos. Se vende en tranvía se inicia en una cárcel «entrañable, casi familiar», en la que diversos delincuentes de poca monta se agrupan de un modo que recuerda a un patio escolar. Nótese la ironía de mostrar las prisiones franquistas como un lugar de recreo. En él, uno de los presos rompe la cuarta pared y explica a los espectadores cómo ha ido a parar allí. Es Julián, al que llaman El Toribio, un individuo que, en lugar de meterse a carterista o ejercer de descuidero, prefiere buscar a algún primo al que estafar. Lo encuentra en una cafetería madrileña, en el curtido rostro de un rico agricultor que llega a la ciudad para comprar una trilladora. Julián decide aprovecharse de su ignorancia para hacerle creer que los tranvías tienen propietarios privados, los cuales nadan en la abundancia. Junto a su habitual cuadrilla, Julián logra que el pueblerino le compre un tranvía, ganándose su confianza gracias a que uno de sus secuaces resulta muy convincente como estricto, millonario y piadoso (nunca le falta dinero para hacer donaciones a una monja que se presenta en la cafetería cada mañana) propietario de tranvía. El timo funciona, pero en la segunda parte, la de que no te pillen después, Julián y su tropa no son tan diestros.
De nuevo, el arco berlanguiano: el ardiente deseo de salir de una existencia mediocre y tener el definitivo golpe de suerte parece que va a cristalizar, pero el destino, más que caprichoso, es un poquito cabrón. El estilo, costumbrista y de diálogos ágiles, ingeniosos y muchas veces superpuestos, es el típico de Berlanga, por mucho que sea Estelrich quien se encargue de la dirección. Una música que busca subrayar lo bufo del conjunto y un espíritu marcadamente burlesco hacen el resto para formar una pieza deliciosa, que provoca con frecuencia una sonrisa irónica en el espectador y explica bien las diferencias entre la España oficial y la real en la época inmediatamente anterior al desarrollismo. No faltan, por supuesto, las escenas largas, sin que aparezcan aún los extensos planos-secuencia marca de la casa.
En este film asistimos también a uno de los primeros papeles protagonistas de José Luis López Vázquez, aquí en modo de estafador castizo cuya narración de los hechos resulta bastante cómica en relación con la realidad que vemos en pantalla. Como de costumbre, el actor madrileño hace una interpretación fantástica, con esa apariencia de sencillez sólo al alcance de los que son realmente grandes. Antonio García Quijada, secundario que también tuvo mucha presencia en el cine como doblador, tiene gracia a la hora de mostrar el contraste entre el hombre que aparenta ser y quien sabemos que es. Antonio Martínez, que había coincidido con López Vázquez en un largometraje de temática similar, Los tramposos, cumple en el rol de víctima de la estafa, mientras que María Luisa Ponte está muy divertida en el papel que mejor muestra la burla al nacional-catolicismo que desprende el libreto. Secundarios de lujo como Luis Ciges o Chus Lampreave, en su segundo trabajo como actriz, ya apuntan maneras.
Nunca sabremos qué clase de serie podría haber sido Los pícaros, pero está claro que Se vende en tranvía es una pequeña joya, en la que Berlanga y Azona ya enseñan la patita por debajo de la puerta.