POSSESSION. 1981. 123´. Color.
Dirección: Andrzej Zulawski; Guión: Andrzej Zulawski y Frederic Tuten, basado en un argumento de Andrzej Zulawski; Dirección de fotografía: Bruno Nuytten; Montaje: Marie-Sophie Dubus y Suzanne Lang-Willar; Música: Andrzej Korzynski; Dirección artística: Holger Gross; Producción: Marie-Laure Reyre, para Gaumont-Oliane Productions-Marianne Productions-Soma Film Produktion (Francia-Alemania Federal).
Intérpretes: Isabelle Adjani (Anna/Helène); Sam Neill (Mark); Heinz Bennent (Heinrich); Margit Carstensen (Margit Gluckmeister); Johanna Hofer (Madre de Heinrich); Carl Duering (Detective); Shaun Lawton, Michael Hogben, Maximilian Ruethlein, Thomas Frey, Leslie Malton.
Sinopsis: Cuando Mark regresa de un largo viaje de trabajo, se encuentra a su esposa, Anna, irascible y distante.
Más de un lustro se tomó Andrzej Zulawski para dar continuidad al que había sido el hito más importante de su carrera, Lo importante es amar. Lo hizo con La posesión, obra turbadora e inclasificable que generó un notable impacto cuando fue proyectada en Cannes y le valió el máximo galardón interpretativo en ese certamen a su protagonista femenina, Isabelle Adjani. Cineasta tan personal como irregular, no sólo en cuanto a la calidad de sus películas en conjunto sino en cada uno de sus films analizado de manera individual, el también novelista Zulawski alcanzó con La posesión unas cotas de calidad que no ha vuelto a igualar en su guadianesca obra cinematográfica posterior.
Barroca en lo psicológico y en la puesta en escena, la película transita a conciencia por la senda de la desmesura y, como suele suceder con el cine de su autor, no resulta fácil de interpretar. A mi modo de ver, Zulawski expone el concepto que da título a la película desde todos los ángulos posibles y de una forma visceral. Posesión en las relaciones de pareja, presentadas aquí desde el desgarro y con los dos pies en el amour fou; posesión respecto a lo que hace un sistema, de indiscutible esencia totalitaria (en el fondo, todos lo son, ya utilicen guante de seda o puño de hierro), con los individuos a quienes se supone debe servir; y, por último, pero desde luego no menos importante, posesión en sentido literal, a través de la locura y lo demoníaco, aspecto que hace que la película entronque con el género de terror. A un nivel más profundo, creo que el film tiene más puntos de común con la obra de Ken Russell, en especial con la espléndida Los demonios, con su compatriota Polanski en su faceta más tenebrosa y con las por entonces incipientes trayectorias de David Lynch y David Cronenberg. Diría, además, que ciertos elementos de esta película anticipan el universo de otro cineasta personal y polémico: Lars Von Trier. Con esta carta de presentación, creo que nadie esperará encontrarse con un film al uso: La posesión, de hecho, se acerca a lo opuesto a eso. La historia tiene lugar en el Berlín anterior a la caída del muro, instalación que puede verse desde el apartamento en el que reside la pareja protagonista. La ciudad se presenta como un lugar inhóspito y semidesértico, en el que impera lo decadente. El modo de presentar la por entonces dividida capital alemana tiene mucho que ver con la mezcla entre lo ultranaturalista y lo surreal que todo lo impregna en un metraje extenso que, a quien esto escribe, no se le hizo largo en absoluto. Al principio, Mark, el protagonista masculino, regresa a la ciudad después de un largo viaje de trabajo. Se adivina que su oficio tiene mucho que ver con el espionaje internacional. Una vez retornado a Berlín, el hombre se reúne con sus superiores y les muestra su deseo de renunciar a esas misiones y llevar una vida más familiar junto a su mujer, Anna, y su hijo pequeño. Ella, más que recibir con entusiasmo el retorno de su esposo, muestra casi aversión hacia su figura; el conflicto estalla, y ella confiesa tener un amante. El esposo abandonado se sume en una profunda crisis y, cuando reaparece, lo hace guiado por el rencor. Hasta aquí, podría decirse que nos hallamos ante un análisis de la descomposición de una pareja asimilable a esos estudios casi quirúrgicos tan caros a Ingmar Bergman, aunque lo que en el cineasta sueco es mesura, en Zulawski es exceso. Por supuesto, ese amante existe: es un maduro gurú que casi parece una parodia del superhombre nietzscheano. Sin embargo, lo que le sucede a Anna va mucho más allá de una aventura, y su rastro, al que Mark ha accedido tras contratar a una agencia de detectives, lleva hasta un edificio del centro de la capital que oculta un gran secreto.
Con una narrativa críptica y unos diálogos que parecen moverse con igual soltura en lo sublime y en lo grotesco, la película tiene un claro punto de inflexión en el momento en que, después de una de las persecuciones menos cinematográficas que uno recuerda, el detective contratado para seguir a Anna accede al piso en el que ella, que también ha dejado a su amante, guarda aquello que oculta a todos y que guía cada uno de sus pasos. No se da tanto el giro en el estilo visual, que se mantiene abigarrado y poco a poco alcanza lo bizarro, sino en el desarrollo de la historia, que adquiere tintes de terror sobrenatural. Lo meritorio es que esa unión de elementos dispares, servida con alambicados movimientos de cámara, virtuosos travellings y encuadres singulares, no se derrumbe de manera estrepitosa. Y no lo hace, creo, porque en esa segunda mitad del film se suceden una serie de escenas de turbador magnetismo, en las que lo malsano se hace carne y sangre con una intensidad que alberga demasiado contenido, y demasiado desgarro, como para ser despachada con el calificativo de efectista. Hay que subrayar, además, que el despechado marido es, al fin, el único que entiende lo que de verdad le ocurre a su esposa, constituyendo un curioso ejemplo de cómo el resentimiento puede llevar a la lucidez. En términos globales, la película es desgarradora y pesimista, de acuerdo con lo que sugiere ese cielo berlinés eternamente gris. Para darle al film mayor oscuridad ayuda la inquietante banda sonora compuesta por el compatriota y antiguo colaborador de Zulawski, Andrzej Korzynski.
Isabelle Adjani ya llevaba un carrerón antes de ponerse a las órdenes de Zulawski, pero lo cierto es que, al igual que sucedido años atrás con Romy Schneider, nadie ha llevado tan lejos a la bella actriz parisina en el plano interpretativo. El premio en Cannes supuso una recompensa, no sólo al talento de Adjani, sino también al tremendo esfuerzo que debió de suponer para ella asumir un papel tan complejo y acarrearlo hasta las últimas consecuencias. Es evidente que Adjani sobreactúa, y en las escenas de conflicto conyugal esa tendencia puede resultar molesta, pero a partir de ahí el personaje de Anna no admite otra manera de interpretación que el exceso, y es importante reseñar cómo la actriz sabe transformar un rostro en apariencia angelical en una cuasipermanente expresión de persona desequilibrada, por no decir totalmente ida. Sólo este papel hace evidente que, desde entonces, el cine no le ha dado a Isabelle Adjani todo lo que debería, dicho en sentido artístico. Sam Neill, que ya venía preparado porque poco antes había dado vida al Anticristo en la secuela final de La profecía, realiza también un gran despliegue, menos excesivo que el de su compañera, porque no en vano es ella quien protagoniza las dos escenas que cualquier espectador de la película retendrá antes que el resto, pero igualmente meritorio, dando credibilidad a una metamorfosis de su personaje que el guión deja algo coja. Los dos protagonistas principales son el gran punto de apoyo de la película, pero no quiero obviar la eficaz labor de Heinz Bennent, un actor todoterreno, en el rol de un seductor maduro y finalmente ridículo. También la veterana Johanna Hofer hace una notable labor en una intervención corta y muy destacable, pues aporta algo de sobriedad a un entramado que la necesita.
La posesión no es, desde luego, una película para todos los públicos, pero su visionado constituye una experiencia perturbadora y atractiva que el cinéfilo con sentido del riesgo sabrá apreciar, máxime llegados a una época en la que películas de esta naturaleza ya apenas se hacen.