Anoche, en el Palau Sant Jordi, actuaban un poeta, un cantante, un novelista, un compositor de canciones míticas y un superviviente. El nombre de todos ellos es Leonard Cohen. Elegante traje gris, maneras extremadamente educadas, huellas de lo mucho vivido en su rostro ajado. Le acompaña una banda de primera fila, que amplifica y decora unos versos que han traspasado fronteras y generaciones, y desgarrado muchas almas. A las 21,15 horas de un miércoles como otro cualquiera, suenan las primeras notas de Dance me to the end of love y todo cambia. A mejor. Las tres siguientes canciones son The Future, Bird on the wire y Everybody knows. Muchos músicos matarían por haber compuesto un solo tema de ese nivel. Cohen puede dar conciertos de más de tres horas y dejarse alguna joya en el camerino. Susurra, recita, se arrodilla, se quita el sombrero en honor a sus músicos y nos dice: «Tal vez no volvamos a vernos, pero esta noche vamos a dar todo lo que tenemos». Una de las pocas personas a las que me dolería no volver a ver se llama Leonard Cohen. Pero ahí estamos, más de diez mil personas y un hombre sobre el escenario que parece estar cantando sólo para mí. Himnos, letanías, plegarias, canciones para iniciar una revolución, la carne y el espíritu. Who by fire, In my secret life, Waiting for the miracle… cuántas cosas me dicen. Después de hora y media de concierto, y de interpretar varios temas de su último disco, Old Ideas (entre ellos, el espléndido Darkness), Cohen presenta a toda su banda, que ya ha disfrutado de minutos de lucimiento individual, a los sones de Anthem, y todos abandonan el escenario. Los no avisados pensaron que la cosa acababa ahí. Se equivocaban, sólo estábamos a la mitad del espectáculo y faltaban muchas de las canciones que los aficionados queríamos escuchar.
La segunda parte se inició con Tower of song y Suzanne, quizás el tema favorito de muchos de los fans más veteranos del trovador canadiense. Luego fueron cayendo Democracy, The Partisan y, cómo no, Hallelujah, que siempre supone uno de los puntos álgidos de las actuaciones de Cohen. Hubo espacio para que el maño de nacimiento y barcelonés de adopción Javier Mas exhibiera su talento al laúd, para que Sharon Robinson y las hermanas Webb elevaran sus prodigiosas voces a la categoría de solistas, para escuchar arreglos muy cercanos al country en Heart of no companion y, desde luego, para que a un servidor se le quedaran las manos coloradas de tanto aplaudir, hasta encarar una recta final en la que se sucedieron varios de mis Cohens favoritos: Take this waltz, So long Marianne, First we take Manhattan y Famous Blue Raincoat. Me falta Closing Time. Y A thousand kisses deep, pero nada es perfecto. Cohen vence y convence desde la sobriedad, y provoca emociones puras en su audiencia. A la una menos veinte de la madrugada, el concierto se acaba, y empieza la odisea del retorno al hogar en una ciudad que, en las noches de días laborables, tiene servicios de pueblo. Antes, y como primera expresión del retorno a la realidad, nos cruzamos con varios grupos de críos que estaban acampados junto a las puertas del Sant Jordi para ver, el sábado, a Lady Gaga. Sí, amigo Leonard, yo también he visto el futuro. Y tenías razón: es un crimen.
Concierto de 1985. Muchos corazones solitarios nos preguntábamos qué estaría haciendo anoche nuestra esposa gitana:
En Barcelona, hace tres años. Concierto del 75 aniversario de Leonard Cohen. Yo estuve allí:
Excelente descripción de lo vivido un miércoles noche cualquiera.
Yo también pude viajar en la burbuja Cohen, parar el tiempo de la frenética ciudad condal y dedicar más de tres horas a la serenidad y sabiduría que sólo da el paso de los años vividos. Gracias Leonard, lo necesitábamos, te necesitamos.
Al salir, aún absortos, rotura de la burbuja y caída de bruces.
Creo que nadie ha escrito canciones que digan tantas cosas como las de Leonard Cohen. Y las presenta con esa sobriedad de quien ha vivido mucho y ahora, al final de su vida, tiene muy poco que demostrar y bastante que agradecer. No es frecuente en el mundo actual disfrutar de esta clase de oasis, y Cohen es uno de los últimos representantes de una raza que se extingue. Hemos disfrutado de esas tres horas de concierto llenas de elegancia y grandes canciones, eso no nos lo puede quitar nadie. La vida real es, everybody knows, bastante cabrona, y se necesitan estas cosas para llevarla mejor.