PAPERHOUSE. 1988. 92´. Color.
Dirección: Bernard Rose; Guión: Matthew Jacobs, basado en la novela de Catherine Storr Marianne dreams; Dirección de fotografía: Mike Southon; Montaje: Dan Rae; Música: Hans Zimmer y Stanley Myers; Diseño de producción: Gemma Jackson; Dirección artística: Anne Tilby y Frank Walsh; Producción: Tim Bevan y Sarah Radclyffe, para Working Title Films (Reino Unido).
Intérpretes: Charlotte Burke (Anna); Glenne Headly (Kate); Ben Cross (Padre); Elliott Spiers (Mark); Gemma Jones (Dra. Nicols); Jane Bertish, Samantha Cahill, Sarah Newbold, Steven O´Donnell.
Sinopsis: Una niña tiene unos extraños sueños que plasma en su cuaderno de dibujos.
Director que, como otros muchos de los que debutaron en los años 80, acumuló experiencia audiovisual en el terreno del videoclip, Bernard Rose ha desarrollado una carrera cinematográfica extensa y sólida, aunque discreta en cuanto a resultados artísticos salvo en películas como La casa de papel, su tercer largometraje y el primero con el que su nombre llamó la atención del público más allá de las Islas Británicas. Se trata de una obra, basada en la novela de Catherine Storr, que mezcla distintos géneros y se centra en los miedos infantiles. El éxito en prestigiosos certámenes dedicados al cine fantástico, como los de Avoriaz u Oporto, confirmó las virtudes de un film que no se ciñe a las convenciones del terror ochentero y que, quizá por ello, mantiene mayor vigencia que muchos otros productos de la época.
La historia, que destaca por su minimalismo en cuanto a escenarios y personajes, se centra en Anna, una niña de once años que, a pesar de su inteligencia, no encaja en la escuela y lleva bastante mal el hecho de vivir en un hogar donde el padre está casi siempre ausente. En uno de sus momentos de distracción, Anna dibuja una casa en su cuaderno y, tras sufrir un percance en el día de su aniversario, empieza a soñar con esa casa, produciéndose una interacción entre el mundo onírico de la muchacha y ese dibujo real que ella va ampliando, porque lo que pinta sobre el papel ya no puede ser borrado. En ese trance, que vive en paralelo a una misteriosa dolencia que la mantiene encerrada en su habitación, Anna conoce a Mark, un niño con distrofia muscular, surgiendo entre ambos una amistad que se verá amenazada por la aparición de una figura siniestra, que tiene los rasgos del padre de la niña.
La casa de papel huye del estereotipo del film de terror con criatura cabrona y, apoyada en un guión trabajado y no exento de sensibilidad, adopta un enfoque infantil y refleja los terrores que se padecen durante la infancia y que acaban marcando, en mayor o menor medida, la existencia adulta de quienes los padecen. Anna es una joven introvertiday con evidentes problemas de adaptación a un entorno que tampoco se lo pone fácil, pero no es un ser malvado, sino muy sensible, siendo esa sensibilidad la causa de su agudeza mental pero también de no pocos de sus conflictos con el mundo real. Ella tiene otro universo interior, y una de las grandes virtudes de la película es la naturalidad con la que alterna lo físico y lo onírico. Lo que sale del lápiz de Anna son sus deseos, sus frustraciones y sus miedos, y el director sabe darles forma sin artificios innecesarios ni extraños giros argumentales. Es cierto que al film le falta un punto de garra, y eso que Edgar Allan Poe bautizó como el espíritu de la perversidad, pero La casa de papel no deja de ser un cuento, además de una historia de sanación, y por ello adopta unos códigos que muy poco tienen en común con la inmensa mayoría de films fantásticos o de terror protagonizados por personajes de corta edad. De forma paulatina, Anna vuelca sobre el papel lo que la atrae (una casa en mitad del campo, cerca del mar, desde la que el único atisbo de civilización que se contempla es un faro), lo que desea (un alma gemela, personificada en ese niño impedido, figura a través de la cual puede encauzar también sus primeras manifestaciones de curiosidad sexual), y lo que la fustiga (la ausencia del padre, que ella exorciza convirtiéndole en un ser siniestro sin ojos que aterroriza su mundo soñado). Su madre vive la situación con la lógica inquietud, pero es ajena tanto al conflicto interior de Anna como a su resolución. El contraste entre ambos mundos lo visualiza el director con elogiable sutileza, aunque en general sin el poderío que se exhibe en la escena, que claramente bebe de El resplandor, en la que la figura del ensoñado progenitor cristaliza en un puro ogro que intenta llevarse a Anna y a Mark hacia su particular infierno. Ahí, el cameraman Mike Southon, también curtido en el mundo del videoclip, abandona el realismo y parece rememorar el bizarro mundo visual de Ken Russell, con quien había trabajado poco antes en Gothic. Cierto es que la conclusión es algo blanda, pero se ha de insistir en que el tema de fondo es la superación de los miedos, y no tanto el terror puro. En la música se alternan dos nombres importantes, los del entonces ya consagrado Stanley Myers y el todavía poco conocido Hans Zimmer. La partitura, en la que brilla lo sintetizado, me parece más deudora del estilo de este último. Destacar la utilización del magnífico Réquiem, de Fauré, en algunas de las escenas centrales de la película.
Charlotte Burke no hizo más películas que La casa de papel, pero su desempeño en pantalla supera de lejos al de distintas estrellas infantiles de los ochenta, en general bastante repelentes. Su apariencia, algo andrógina, le ayuda a mostrar la inadaptación de su personaje, que sólo es ella misma, ya sea para el placer o para la tortura, cuando mira hacia adentro. Ben Cross, que encarna al padre de la criatura, alterna el registro amable de su personaje real con el siniestro del ficticio, logrando dar mucho miedo sin que en su lado humano asome la parodia del psicópata que es en sueños, mientras que la norteamericana Glenne Headly, que habla con acento británico para dar credibilidad a su personaje, cumple con suficiencia como madre superada por los acontecimientos. Elliott Spiers, que ya había trabajado en la televisión pero tampoco hizo carrera actoral posterior, exhibe una cuota no desdeñable de recursos interpretativos en el esforzado rol de Mark.
La casa de papel es una película de culto a la que no beneficia que se la clasifique como un film de terror, porque sus cualidades e intereses la llevan más hacia la manera de reflejar los miedos que todos tenemos siendo niños, y el modo de afrontarlos con éxito. Como a toda la obra de Bernard Rose, incluso a lo mejor de ella, le falta un punto de inspiración, pero no deja de ser un film notable.