Hay dos Españas. Siempre las hubo, y siempre las habrá. Odio a la que siempre mandó, a la que ora y embiste, a la que desprecia cuanto ignora, a la del que inventen ellos, a la de vivan las cadenas, a la de la furia sin cerebro, a la del ni vivo ni dejo vivir, a la que todo lo tiene y aún quiere más aunque los demás se mueran, a la del tanto tienes tanto vales, a la del todo es culpa de los otros, a la del para qué trabajar o intentar hacer las cosas bien, a la del cuidado conmigo. Creo en una España moderna, educada, culta, republicana, progresista y federal, que reconozca y proteja la diversidad. Mucha gente ha sufrido ostracismo, exilio, prisión y muerte por defenderla. Hoy, el tiempo se acaba. O empezamos a construir, incluso a pesar de ella misma, esa España que queremos, pagando el precio que sea necesario, o nos hundimos. Todos, también los que quieren abandonarla. No hay otra alternativa: renovarse o morir. Muchos indicios actuales me llevan a pensar que buena parte de los ciudadanos de este país prefieren, lo reconozcan o no, hundirse a remar. Este es un país en el que la gente piensa y trabaja más bien poco, y así nos va. De ahí nuestro ancestral cainismo, y el gusto por las soluciones fáciles a problemas muy complejos, aunque no se las crea ni quien las propone. La cosa tiene difícil solución. Imposible, si no se empieza por sacar de los palacios, de las mansiones y de los rascacielos a quienes siempre los han habitado, porque esperar que ellos se decidan de una vez, y por sí mismos, a remar también para los demás, en vez de seguir mirando desde su sillón cómo remamos los desgraciados, es esperar lo inesperable. ¿Lo haremos, o seguiremos hundiéndonos hasta que la mierda nos ahogue?