DER HIMMEL ÜBER BERLIN. 1987. 126´. Color.
Dirección: Wim Wenders; Guión: Wim Wenders y Peter Handke, con la colaboración de Richard Reitinger; Dirección de fotografía: Henri Alekan; Montaje: Peter Przygodda; Dirección artística: Heidi Lüdi; Música: Jürgen Knieper; Producción: Wim Wenders y Anatole Dauman, para Roadmovies Filproduktion-Argos Films (República Federal de Alemania-Francia).
Intérpretes: Bruno Ganz (Damiel); Solveig Dommartin (Marion); Otto Sander (Cassiel); Curt Bois (Homero); Peter Falk (Él mismo); Lajos Kovacs, Franky, Chico Rojo Ortega, Bruno Rosaz, Peter Werner, Paul Busch, Teresa Harder, Didier Flamand.
Sinopsis: Dos ángeles observan el Berlín occidental de los 80. Uno de ellos desea convertirse en un ser humano, en especial cuando se enamora de una trapecista.
Después de haber alcanzado la cima de su carrera con París-Texas, y de su incursión documental en Tokyo en busca de las huellas de uno de sus cineastas más admirados, Yasujiro Ozu, Wim Wenders regresó a su Alemania natal para rodar El cielo sobre Berlín, fábula romántica que arrasó de tal manera en los entonces denominados circuitos de arte y ensayo que llegó a trascenderlos, hasta convertirse en una película tan fundamental en la carrera de su director que incluso llegó a ser objeto de una versión estadounidense años más tarde. Gran parte de las críticas fueron elogiosas, los premios fueron llegando y, por lo que a mí respecta, creo que no había, ni hay, para tanto, porque el film es más ambicioso que redondo.
Wim Wenders ha hecho cosas importantes en el cine, y guardo mucho respeto intelectual hacia su antiguo colaborador Peter Handke, uno de esos tipos a los que merece la pena leer, pero en esta ocasión su estilosa y profunda historia sobre ángeles y humanos es, en esencia, un cuento ñoño. Vestido con toda la solemnidad que se quiera, pero muy poco alejado en el fondo de los artificios del romanticismo según Hollywood. Es más, al principio, El cielo sobre Berlín, con sus planos aéreos de la eterna capital espiritual, y a veces también política, de Alemania, su cámara en perpetuo movimiento y esas pomposas frases pronunciadas en off, resulta más bien cargante. No ayuda la pretensión de rendir homenaje a una urbe que, y hablo solo de estética, no lo merece. No sé cómo es Berlín en la actualidad, puesto que no la he visitado, pero la urbe dividida que hería a una Alemania ansiosa por la reunificación y que Wenders nos muestra desde el aire era, a mitad de los años 80, una ciudad bastante fea. El deambular por la metrópolis de esa pareja de bienintencionados ángeles se antoja, además, falso, en especial cuando esas criaturas celestiales sacan a la luz los pensamientos de las gentes que caminan por la calle o viajan en el metro. Ahí veo una pretensión de profundidad mal entendida, porque las ideas que rondan las cabezas de los simples mortales son, o así lo creo, mucho más prosaicas, e incluso triviales, que las que adjudican Wenders y Handke a sus ocasionales personajes. La película remonta con la entrada en escena de Peter Falk, que se interpreta a sí mismo viajando a Alemania para participar en el rodaje de una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial, y cuando aparece en pantalla la mujer que se convierte en el objeto de amor de Damiel, el ángel que quiere ser mortal. Ella es una soñadora, que ha dejado atrás una vida normal para complir su sueño de ser trapecista de circo, aunque los malos resultados económicos del espectáculo amenazan con devolverle a su mediocre existencia anterior. Eso sí, mientras las escenas en las que interviene Falk son, en conjunto, lo mejor de la película, donde Wenders logra ese punto Capra al que sin duda aspira, el romance entre Damiel y Marion desemboca en un clímax que, por mucha estética vanguardista y mucha actuación de Nick Cave que lo acompañe, se muestra tan almibarado como inverosímil. Porque incluso las fábulas deben ser creíbles o, cuanto menos, estar tan bien construidas que a nadie le importe eso. Y la que nos proponen Wenders y Handke no es ni una cosa, ni la otra.
El director busca siempre, y de un modo algo forzado, la poesía, ya sea con esos pausados y continuos travellings, con el modo de alternar planos y escenas en color con el predominante blanco y negro, o directamente a través de las palabras, a mi entender excesivas tanto en número como en pretensiones. La estética del film puede ser discutible, pero es innegable que està muy cuidada, con algunos planos aéreos de gran complejidad y resultados espectaculares. La música es otro aspecto bien trabajado, Jürgen Kmieper, habitual colaborador de Wenders en estos menesteres, elabora una partitura qua aporta al conjunto una ligereza que necesita a gritos, sin olvidar el aura de modernidad que se requiere. Creo que este aspecto es uno de los que ha envejecido mejor de toda la obra, y acompaña de manera magnífica las secuencias más sobresalientes, como la de la biblioteca.
El cielo sobre Berlín se beneficia de contar, al frente del reparto, con ese excelente actor que es Bruno Ganz, aquí en la piel de un personaje acompañado de una perpetua sonrisa beatífica que, con otros rasgos, hubiera podido resultar estomagante. Gracias a él, nos creemos a ese ángel cansado de ser un espectador invisible de las alegrías y penurias humanas. La malograda Solveig Dommartin, que debutaba en el cine y era por entonces la pareja sentimental de Wim Wenders, afronta un papel complicado y se desenvuelve con soltura, aunque sin ese brillo que haga comprensible el profundo amor que su personaje inspira en Damiel. Otto Sander ofrece una interpretación muy solvente, en el rol de un ente celestial mucho más escéptico que su compañero. La excelencia la toca el veterano Curt Bois, que representa la voz de la sabiduría y la experiencia, y la logra un Peter Falk que, como Ganz, sí transmite una bonhomía totalmente natural, no artificiosa. Se nota que él sí trabajó a las órdenes de Frank Capra. El resto de intérpretes derrocha corrección, pero su presencia en pantalla tampoco deja demasiada huella.
El cielo sobre Berlín termina con un “Continuará”. Wenders cumplió su promesa años más tarde, sin alcanzar las cotes de popularidad de esta obra, que a mi juicio peca de pretender ser bastante más de lo que realmente es.