LAST NIGHT IN SOHO. 2021. 116´. Color.
Dirección: Edgar Wright; Guión: Edgar Wright y Krysty Wilson-Cairns, basado en un argumento de Edgar Wright; Dirección de fotografía: Chung Chung-Hoon; Montaje: Paul Machliss; Música: Steven Price; Diseño de producción: Marcus Rowland; Dirección artística: Tim Blake (Supervisión); Producción: Eric Fellner, Nira Park, Edgar Wright y Tim Bevan, para Working Title- Focus Features-Film4-Perfect World Pictures-Complete Fiction (Reino Unido-China).
Intérpretes: Thomasin McKenzie (Eloise); Anya Taylor-Joy (Sandie); Matt Smith (Jack); Diana Rigg (Sra. Collins); Michael Ajao (John); Synnove Karlsen (Jocasta); Terence Stamp (Caballero de pelo plateado); Rita Tushingham (Peggy); Sam Claflin (Cliente número 5); Andrew Bicknell (Mr. Pointer); Colin Mace, Will Rogers, Lisa McGrillis, James Phelps, Oliver Phelps, Kassius Nelson, Celeste Dring.
Sinopsis: Una joven de provincias, con antecedentes familiares de desequilibrio mental y un don para contactar con los espíritus, viaja a Londres para hacer realidad su deseo de converirse en diseñadora. Muy pronto sus sueños son monopolizados por una cantante de los 60 de trágico destino.
Convertido en uno de los directores de moda del siglo, Edgar Wright ha continuado la tendencia, frecuente en distintas generaciones de cineastas, a elaborar películas cada vez más ambiciosas después de haberse ganado la fama gracias a films que en modo alguno pretendían ser serios. La consecuencia más inmediata de ese giro es Última noche en el Soho, viaje al Londres de los 60 en clave posmoderna del que todos alabaron su despliegue técnico pero que convenció sólo en parte como proyecto global. El favor de la taquilla tampoco acompañó esta vez a Wright, que con esta obra que, a mi parecer, se queda a mitad de muchas cosas, cosechó el primer resbalón en una carrera hasta entonces siempre en ascenso.
La sombra de Quentin Tarantino, a quien al parecer le debemos el título final de esta película, es alargada, lo que no siempre es bueno. Con Última noche en el Soho, Edgar Wright ha hecho su particular Érase una vez en Londres, aunque sin acercarse, en lo que se refiere al resultado final, a lo conseguido por su colega estadoinidense en su homenaje al Hollywood de finales de los 60. No en cuanto al aspecto visual, porque en esto la película de Wright es fascinante, sino en lo narrativo, porque Tarantino es mucho mejor guionista que él, lo que hace que, en esta ocasión, las comparaciones sean odiosas. Recogido el testigo de Guy Ritchie como el Quentin del otro lado del Atlántico, se diría que Wright se ha tomado a sí mismo demasiado en serio y ha tratado de combinar más elementos (terror paranormal, mirada hacia atrás al tiempo nostálgica y desmitificadora, y vigoroso ejercicio de estilo) de los que era capaz de manejar. Y es de resaltar, más allá de las cuestiones estéticas y musicales, lo poco británica que es la película en lo que respecta a su abanico de influencias: en cuanto film de horror, Última noche en el Soho bebe del giallo italiano y de las películas que Brian De Palma consagró al género. En el primer punto, los aciertos se quedan, de nuevo, en el terreno visual, porque más allá de ahí en lo que más se asemeja el film de Wright al subgénero que encumbró a Mario Bava y Dario Argento es en que, como ocurre tantas veces en el giallo, la identidad del responsable de los crímenes es un sinsentido narrativo. En las similitudes con De Palma, más de lo mismo: Wright no desmerece a ese auténtico virtuoso de la cámara, pero parece no caer en la cuenta de que, a excepción de Carrie, las películas en las que el veterano director incluyó elementos paranormales no están entre lo mejor de su obra. Con casi total seguridad, el más británico de los referentes de los que se sirve Edgar Wright en esta película es Repulsión, de Roman Polanski, pero de nuevo el guión, que no creo que vaya a figurar entre los más excelsos en los que haya intervenido Krysty Wilson-Cairns, es a todas luces inferior. La historia de una joven de provincias que va en busca de su sueño a esa metrópolis que día tras día mastica y escupe a muchas personas como ella no es demasiado original, y adornándola con un historial familiar de desequilibrios mentales (su madre se quitó la vida después de hacer idéntica travesía) y con el don para relacionarse sensorialmente c0n los difuntos, no creo que lo estemos arreglando, sino que más bien se acaba por crear un batiburrillo que puede irse de las manos con facilidad, como así ocurre. La casi obsesiva idealización que la protagonista hace del Londres de los años 60 es interesante, pero se malogra en buena medida. Si a esto añadimos que el perfil de los secundarios más importantes, como el cazatalentos/chulo Jack, Jocasta, el compañero de clase que ejerce como ángel de la guarda y el gentleman de cabello gris, carece de complejidad y se percibe poco trabajado, ya chirrían demasiados elementos clave. Por primera vez, Wright realiza una película protagonizada por mujeres y se presta a ello con tal vez excesivo entusiasmo, ya que, al margen de los principales personajes femeninos, el resto se nos presenta de un modo superficial.
Respecto a la recreación del swinging London, una vez más vence la estética, porque Wright, en su afán por mostrar el lado oscuro del glamour (su particular Londres-Babilonia) sucumbe a uno de los mayores vicios de esta época frustrada que, descontenta con su presente e incapaz de construir un futuro esperanzador, se revuelve contra el pasado con arrogancia, sólo porque éste no se puede defender y ahí encuentra el saco de arena perfecto para volcar en él su desasodiego. Lo irónico es que, después de esbozar un feminismo de brocha gorda, la revelación del porqué de los asesinatos en el giro final indignó también a las mensajeras de la misandria, por lo que Wright logró decepcionar a propios y extraños, dejando la sensación de que, debajo de ese envoltorio tan atractivo, en el que el surcoreano Chung Chung-Hoon extrae un provecho asombroso de las luces nocturnas del Soho, que ayuda mucho más a reflejar lo alucinatorio del conjunto que el propio libreto, hay una pretenciosa nadería. La música, de Steven Price, no pasará a la Historia, y si en algo merece destacarse la película en este capítulo es en el abundante e inspirado uso que hace Wright de algunos grandes éxitos de los 60, en especial de la maravillosa Downtown y de la segunda mejor versión que uno haya escuchado de Anyone who had a heart, excelsa pieza del Sumo Pontífice de la melodía pop, conocido como Burt Bacharach (el número uno queda, sin discusión, para Dionne Warwick).
Impresionante trabajo del dúo protagonista, formado por Thomasin McKenzie, un prometedor proyecto de gran actriz, y Anya Taylor-Joy. La primera transmite de manera intachable la particular mezcla entre lo retro-naïf y lo desquiciado de su personaje, mientras que la segunda ilustra de un modo no menos sobresaliente cómo se van por el sumidero tantas ilusiones de fama y estrellato. El trabajo de ambas, junto al magnífico trabajo de Wright con la cámara y el ensamblaje entre imágenes y música son lo mejor de un film dedicado a una Diana Rigg que se despidió a lo grande del cine, por mucho que su papel sea el fiel reflejo de la falta de coherencia de la película. Michael Ajao lidia con un personaje que linda con la estupidez y al que no hay por dónde coger, sin lograr sacarlo a flote, Synnove Karlsen demuestra valer para algo más que para el estereotipo que debe representar, y Terence Stamp no puede estar más desaprovechado, ya que la única finalidad de su personaje parece ser la de servir como pista falsa. En cuanto a Matt Smith, al menos consigue darle algo de cuerpo a otro personaje tópico.
Edgar Wright se nos ha puesto serio, ha bebido demasiado Tarantino, y todos hemos salido perdiendo con ello. Una apabullante puesta en escena desperciada en buena medida por culpa de un guión mucho más insustancial de lo que pretende.