MR. DEEDS GOES TO TOWN. 1936. 115´. B/N.
Dirección: Frank Capra; Guión: Robert Riskin, basado en un argumento de Clarence Budington Kelland; Dirección de fotografía: Joseph Walker; Montaje: Gene Havlick; Música: Howard Jackson; Dirección artística: Stephen Goosson; Producción: Frank Capra, para Columbia Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Gary Cooper (Longfellow Deeds); Jean Arthur (Babe Bennett); George Bancroft (MacWade); Lionel Stander (Cornelius Cobb); Douglass Dumbrille (John Cedar); Raymond Walburn (Walter); H. B. Warner (Juez May); Ruth Donnelly (Mabel Dawson); Walter Catlett (Morrow); John Wray (Granjero); Irving Bacon, Wyrley Birch, Edward Gargan, Arthur Hoyt, Margaret McWade, Margaret Seddon, Gustav Von Seyffertitz.
Sinopsis: Un joven, que vive tranquilo en un pueblo del interior, recibe una cuantiosa herencia y debe ir a Nueva York para hacerse cargo de ella.
Ejemplo de cineasta en cuya eclosión tuvo mucho que ver el paso al sonoro, Frank Capra consiguió el segundo de sus tres Óscars como mejor director gracias a El secreto de vivir, exitosa fábula moral de quien fue, sin lugar a dudas, el portavoz cinematográfico del New Deal que preconizó el presidente Franklin Roosevelt. La cinta supuso el encuentro entre Capra y dos de las grandes estrellas del celuloide en la época, Gary Cooper y Jean Arthur, quienes se acoplaron bien al estilo del director e hilaron fino en esta comedia romántica en la que el mensaje político es diáfano. Al público le encantó, la crítica fue favorable y, en general, la película es de notable alto, aunque no creo que esté entre los mejores títulos de uno de los grandes nombres del Hollywood clásico.
A diferencia de lo que les sucedía a casi todos sus colegas, el prestigio de Capra le posibilitaba ser dueño de su destino cinematográfico y hacer las películas que le daba la gana. Como ya había hecho en sus más celebrados films anteriores, el director confió en el ingenio y la chispa de Robert Riskin para dar forma literaria a su enésima apología de la bondad humana, esta vez encarnada en Longfellow Deeds, un tipo que vive una existencia plácida en un recóndito pueblo de la América anterior hasta que un tío suyo, con quien apenas mantenía relación, fallece en un accidente automovilístico y, al abrirse su testamento, se descubre que ha legado al ingenuo señor Deeds su cuantiosa fortuna. Soltero cabal, poeta en sus ratos libres y aficionado a tocar la tuba, Longfellow parte hacia Nueva York para aceptar la herencia, siguiendo los consejos de un bufete de abogados de la ciudad que tiene sus propios intereses en el asunto. Desde su llegada a la gran metrópoli, el choque entre el sencillo temperamento del heredero y el ambiente retorcido que flota a su alrededor será importante, llegándose al punto de que Deeds se convierte en el hazmerreír de los mentideros neoyorquinos por culpa de los artículos publicados por la intrépida reportera Babe Bennett, que para acceder al bueno de Longfellow le hace creer que es una humilde chica de pueblo que trata de ganarse la vida en la gran ciudad. El recién llegado se enamora de ella, hecho que complica aún más una situación que estalla de manera definitiva cuando Deeds decide destinar el grueso de lo heredado a realizar obras filantrópicas.
Como es costumbre en su obra, Capra no se anda con sutilezas y la película es maniquea, aunque es de destacar la habilidad que tanto él como Riskin demuestran al exponer como profundamente americano un mensaje que, en esencia, posee un marcado carácter anticapitalista. Lo que se plantea es que, si los Estados Unidos se hallan hundidos en la miseria, en plena Gran Depresión, ello se debe al exceso de codicia de los más pudientes, que en su afán por acumular riquezas provocaron una inmensa burbuja que, al estallar, acabó llevándose por delante a buena parte del pueblo llano. Me gustaría saber qué clase de películas haría Frank Capra en una época como la actual, en la que el cinismo es casi un requisito para la supervivencia y la paz mental, pero lo cierto es que, en la suya, el director triunfó por todo lo alto al mezclarlo con la codicia y hacer de ese cóctel el responsable de todos los males que aquejaban a ese país adoptivo que abrazó con entusiasmo. Director y guionista se cuidan bien de dejar claro que su protagonista masculino será ingenuo, pero no imbécil, cuestión que ya resulta evidente cuando se reúne con los potentados que ejercen de mecenas para la ópera local. Capra y Riskin predican la vuelta a la sencillez, a la humildad y al respeto y amor al prójimo como recetas para salir de la crisis más profunda que habían vivido los Estados Unidos desde la ya lejana Guerra Civil. Longfellow Deeds llega al colapso al comprender que no es más que la carnaza para todos los buitres que revolotean a su alrededor, pero cautiva a quienes mejor llegan a conocerle por su ausencia de dobleces, su firmeza de carácter y su empeño en dedicar su fortuna a socorrer a quienes lo han perdido casi todo.
Capra reincide aquí en su estilo ágil, casi cartoonesco, muy deudor de la screwball comedy y basado en el ritmo frenético de unos diálogos en general muy brillantes. Hay que decir, sin embargo, que en el clímax de la película, que no es otro que la larga secuencia del juicio en el que tratan de desposeer a Deeds de su herencia alegando un presunto desequilibrio mental, ese ritmo se ralentiza a causa de la acumulación de testigos, necesaria para hacer más espectacular la alocución final del acusado, pero dilatada en exceso para mi gusto. Más allá de eso, el montaje es excelente, Capra hace un magnífico uso de los planos cortos de sus pareja protagonista y muestra un gran sentido del espectáculo cinematográfico en el prólogo, que muestra el accidente automovilístico, y en las transiciones compuestas por la sucesión de titulares de periódico relacionados con su admirado señor Deeds. En el encuentro con los intelectuales, un grupo de snobs que invitan a su mesa al protagonista sólo para burlarse de él, creo ver una venganza del propio Capra respecto a esos cenáculos de la cultura que les consideraban a él y a su arte como de segunda clase.
Gary Cooper, actor curtido en el western y el cine de aventuras, se integró muy bien en el universo Capra y se nos revela como un muy convincente héroe sencillo. Su gestualidad limitada casa bien con las peripecias de un personaje en perpetuo estado de pasmo ante la locura de la gran ciudad y el viscoso caldo que se cuece a su alrededor. Su química con la protagonista femenina, Jean Arthur, una actriz notable con mucho talento para la comedia, es digna de ser reseñada. La evolución del personaje de Arthur es la que Capra desea para toda América, lo que convierte a esta cínica reportera redimida por el amor de un hombre bueno en un rol-símbolo de proporciones significativas. Destacar que en esta película asistimos a uno de los mejores trabajos en la gran pantalla de un secundario de categoría como Lionel Stander, aquí en el papel del rudo hombre de confianza de Longfellow Deeds, un tipo que conoce todos los entresijos del submundo neoyorquino y ejerce de nexo entre el protagonista y su nueva realidad. El peso de los demás secundarios es más liviano, aunque es de resaltar la sobria interpretación de H.B. Warner en el papel del juez, la de Douglass Dumbrille como intrigante picapleitos y la de Walter Catlett como escritor borrachín, pero cansado del vacuo elitismo de sus colegas.
Creo que Frank Capra tiene películas mejores, pero El secreto de vivir no deja de ser muy buena, y es una perfecta representación de su forma de hacer cine.