LES PORTES DE LA NUIT. 1946. 118´. B/N.
Dirección: Marcel Carné; Guión: Jacques Prévert; Dirección de fotografía: Phillippe Agostini; Montaje: Jean Feyte y Marthe Gottié; Música: Joseph Kosma; Diseño de producción: Alexandre Trauner; Producción: Pierre Laurent, para Societé Nouvel Pathé Cinéma (Francia).
Intérpretes: Pierre Brasseur (Georges); Serge Reggiani (Guy Sénéchal); Yves Montand (Jean Diego); Nathalie Nattier (Malou); Saturnine Fabré (Sr. Sénéchal); Raymond Bussières (Raymond Lécuyer); Jean Vilar (Vagabundo); Carette (Sr. Quinquina); Sylvia Bataille (Claire Lécuyer); Jeanne Marken, Dany Robin, Gabrielle Fontan, Christian Simon, Jean Maxime.
Sinopsis: A punto de acabar la Segunda Guerra Mundial, la recién liberada París trata de recuperar la normalidad. En un barrio humilde, se suceden los acontecimientos durante una noche cualquiera.
Marcel Carné, que ya había dirigido algunas de las películas más importantes filmadas en Francia durante el período de entreguerras, rodó durante el conflicto la que para casi todos es su obra maestra, Los niños del paraíso. Finalizada la contienda, el cineasta parisino estrenó una de esas películas que sirven para ilustrar que el público no es, ni de lejos, infalible: Las puertas de la noche fue un rotundo fracaso en su momento, si bien los creadores de opinión más lúcidos de las generaciones posteriores no dudaron en atestiguar que esta agridulce crónica del París inmediatamente posterior al fin de la ocupación nazi es una obra notable de ese magnífico tándem que formaron Carné y su guionista de cabecera, Jacques Prévert. Esto ha llevado a una merecida reivindicación de la película, una de las mejores en la Francia de la primera posguerra.
Las puertas de la noche no es ajena a la visión poética de la realidad característica del dúo Carné-Prévert, pero su tono, como nos anticipa el narrador cuya voz acompaña el largo travelling cenital de la gran metrópoli francesa con el que se inicia la película, es más bien pesimista, pues, pasada la euforia de la liberación, el invierno que siguió a la entrada triunfal de las tropas aliadas en París fue bastante duro, con la guerra todavía sin finalizar y la escasez de todo tipo de recursos como compañera inseparable de la mayoría de la población. Los artífices del film se centran en aquellos para quienes París no era una fiesta: vendedores ambulantes que se ganan el sustento junto a las estaciones más concurridas del metro, antiguos prisioneros que vuelven a la vida civil… y el Destino que, bajo una apariencia de vagabundo, influye en la vida de unos y otros. Por ejemplo, en la de Jean Diego, un joven que salió hace unos meses de un campo de prisioneros y acude, con el corazón encogido, al domicilio de un antiguo compañero de fatigas para comunicarle a su esposa que el hombre a quien espera ha sido fusilado. O eso cree él, porque mientras él busca en vano las palabras adecuadas para que la mala noticia sea menos traumática para la mujer, por la puerta aparece sano y salvo el presunto fusilado, el ferroviario Raymond, que había logrado escapar de su destino sin que su amigo lo supiera. El feliz reencuentro, culminado con una cena en un buen restaurante, acarrea otro que lo es mucho menos, porque el final de la guerra también provoca la indeseada reunión de quienes, de una u otra forma, fueron víctimas de la ocupación con quienes se beneficiaron de ella: los últimos, ansiosos por maquillar su vida inmediatamente anterior con el fin de parecer honorables ante los liberadores, y estos deseosos de ajustar cuentas con quienes consideran traidores, y que además se habían lucrado durante ese negro período a costa de otros menos afortunados y, desde luego, menos impúdicos. En el film, este colectivo está representado por Sénéchal, el casero empeñado en amasar caudales que vende leña a sus inquilinos a precios desorbitados, y su hijo Guy, un individuo de vida regalada al que su padre trata de hacer pasar por un héroe de guerra aunque nadie sepa en qué sustenta tal afirmación. Porque, en ese y en otros muchos barrios, todos se conocen.
Las puertas de la noche es una película sólida y bien narrada, aunque en su tramo central peque de ser excesivamente discursiva y a pesar de que una de sus subtramas centrales, la del romance entre Jean y la bella casada infeliz Malou, carga demasiado las tintas en el aspecto melodramático. Por contra, hay escenas muy brillantes, como la del último y violento diálogo en la cafetería entre Jean y el Destino, en el que este se rebela ante esa costumbre humana de aceptar sus designios sólo cuando les complacen, o la única, pero muy lograda, concesión humorística del film, en la que uno de los inquilinos, el señor Quinquina, ilustra de gesto y de palabra la inmensa felicidad que le proporciona el hecho de ser cabeza de familia numerosa. También hay que decir que el libreto se aleja de sus tendencias sonbrías al describir el amor que surge a orillas del Sena entre la joven vendedora de croissants y el muchacho de los alrededores que lleva tiempo fijándose en ella. En cambio, el amor adulto es triste: Malou sufre por haberse casado con un hombre poderoso a quien no ama, que a su vez es incapaz de resignarse a perder aquello que considera suyo. Jean aparece como un salvador de Malou, pero el Destino, ya ha quedado dicho, tiene sus propios planes.
La puesta en escena es austera, lo cual es lógico en función de la época y de las intenciones narrativas de los autores. Carné filma en exteriores, evita en todo momento los decorados y quiere reflejar la vida en los barrios humildes de la forma más fiel posible. El director se permite, no obstante, algunos virtuosos travellings, como ese en el que pasamos de ver las peripecias de los adultos en mitad de la noche a contemplar a los jóvenes amantes bajo el puente del Sena. Toda la acción transcurre en una sola noche, por lo que el film es un reflejo de esa verdad casi absoluta que dice que una vida puede no cambiar en años, y hacerlo de manera radical en minutos, porque cada uno de los personajes que aparecen en pantalla serán distintos al amanecer a cómo eran antes de que el sol se ocultara: algunos, de una manera definitiva.
La música merece un capítulo aparte, porque Las puertas de la noche supuso la primera aparición cinematográfica de una melodía inmortal, bautizada como Les feuilles mortes, que por sí sola eleva a su autor, Jospeh Kosma a los altares. Autumn leaves, como se la conoce en inglés, es una de las más perfectas formas que ha hallado el ser humano para retratar la melancolía, y por ello se trata también de una de las canciones más versionadas de la historia. Toda la película parece impregnada de esas notas, sobre todo en ese plano final de las escaleras del metro que asciende en solitario un derrotado Jean antes de que vuelvan a ser ocupadas por la multitud, uno de esos momentos que justifican por sí mismos una obra de arte.
Otro motivo por el que esta película es recordada es porque significó el primer papel cinematográfico importante de un tótem de la cultura francesa como es Yves Montand, que por unos breves momentos muestra su capacidad vocal y que, en conjunto, hace gala de unas cualidades interpretativas nada desdeñables en un rol, el de tipo duro pero sensible, que se haría característico en él con el paso de los años. Quien encabeza el reparto es, no obstante, Pierre Brasseur, rostro frecuente en la filmografía de Marcel Carné que lidia con acierto con un papel ingrato, el del marido que se resiste al abandono. La labor de Brasseur otorga una dimensión humana que hace que el personaje se aleje de la caricatura y tenga profundidad. Por su parte, Serge Reggiani, también una estrella ascendente por aquel entonces, cae en la sobreactuación cuando su personaje pasa de ser un privilegiado a un proscrito. Nathalie Nattier encarna con corrección a la casada infeliz, pero su labor se queda algo corta, a mi juicio, si tenemos en cuenta la relevancis de su papel. Muy bien Saturnine Fabre como casero sobrado de mezquindad, y al mismo nivel Raymond Bussières como ferroviario de fuertes convicciones. La joven Dany Robin hace un buen trabajo en la que fue su segunda película, y Jean Vilar, que debutaba aquí, cumple bajo el mísero disfraz del inexorable Destino.
Para concluir: una película de mucha calidad que, por suerte, logró trascender su inicial desventura y convertirse en una de las obras a rescatar de su director, importante figura del cine clásico francés.