TOKYO-GA. 1985. 89´. Color-B/N.
Dirección: Wim Wenders; Guión: Wim Wenders; Dirección de fotografía: Edward Lachman; Montaje: Jon Neuburger, Solveig Dommartin y Wim Wenders; Música: Laurent Petitgand; Producción: Chris Sievernich y Wim Wenders, para Chris Sievernich Filmproduktion-Gray City-Road Movies Filmproduktion-Wim Wenders Productions (República Federal de Alemania).
Intérpretes: Wim Wenders, Chishu Ryu, Werner Herzog, Yuharu Atsuta.
Sinopsis: El cineasta alemán Wim Wenders viaja a la ciudad de su director favorito, Yasujiro Ozu, para ver la huella de su obra en la capital japonesa.
Después del éxito que le proporcionó la que sigue siendo su mejor película, París-Texas, Wim Wenders viajó hasta Japón con la idea de rendir homenaje a su ídolo cinematográfico, el director Yasujiro Ozu, que comenzó su trayectoria en la época muda y con los años se convirtió en un maestro y en el mejor apologeta en el celuloide de los valores tradicionales japoneses. Nacido casi con el siglo XX, y fallecido a la edad de 60 años, Ozu situó gran parte de su obra en la ciudad en la que nació y murió, Tokio, hasta donde se trasladó Wenders siguiendo sus pasos. La película goza de buena consideración entre la cinefilia pero, pese a que la idea primigenia, que es comprobar cuánto queda de la ciudad que filmó Ozu dos décadas después del fallecimiento del director, es atractiva, a mi juicio Wenders, como tantas otras veces, ofrece una obra autorreferencial en exceso.
Para mí, el gran lastre de Tokyo-Ga es el abuso de la voz en off, recurso que utiliza Wenders para dar rienda suelta a sus habitual grandilocuencia retórica y al que se entrega con patente desmesura. Reconozco que muchas de las reflexiones del director alemán acerca de lo que ve en el Tokio de los 80, y respecto a lo que para él representa el cine de Yasujiro Ozu, son profundas e interesantes, pero el hecho de sobrecomentar lo que los propios colaboradores del cineasta japonés están diciendo con sus propias palabras me parece poco presentable, y desluce un conjunto en el que las imágenes valen muchas veces más que tanto discurso. Los planos aéreos de los trenes, tan presentes en la filmografía del homenajeado, del metro de Tokio, que sorprende por su limpieza, o del perpetuo bullicio de la capital japonesa, no necesitaban más que un complemento verbal, y Wenders triunfa cuando se limita a eso.
En mi opìnión, Tokio-Ga son dos películas en una: la que bucea en lo que fue Yasujiro Ozu como cineasta, y la que utiliza al director japonés como pretexto para ofrecernos la visión que Wenders tiene del Tokio contemporáneo, que básicamente es la de un turista curioso e inquieto armado con una cámara. Lo mejor del film está en la primera de esas películas, y en especial en los testimonios de Chishu Ryu, actor emblema del cine japonés que triunfó en el cine gracias a la confianza que Ozu depositó en él, y de Yuharu Atsuta, que empezó siendo ayudante de cámara y terminó siendo el director de fotografía de toda la filmografía de posguerra de un cineasta cuya manera de filmar era muy característica. Resulta conmovedora la veneración que ambos muestran al recordar a su antiguo jefe, manifestada en dos gestos que a nadie pueden resultar indiferentes: la visita de Ryu al cementerio en el que yacen los restos de Ozu, para mostrar sus respetos y limpiar la lápida, y las lágrimas de Atsuda al evocar su trabajo junto a quien fue casi un padre para él, son oro puro, más allá de los innecesarios subrayados de Wenders. La otra película es más irregular, y al alemán le pierde, como otras veces, su inclinación a lo presuntuoso. Se comprende su curiosidad por algunas costumbres japonesas, como la devoción por el pachinko, juego que desde fuera parece ideal para dejar la mente en blanco, el golf o el béisbol, pero asoman unos aires de condescendencia que carecen de sentido. Aquí, lo mejor está en las secuencias nocturnas de Tokio, en el encuentro con ese francotirador del cine que es Werner Herzog, que aprovecha para exhibir una visión casi fundamentalista de su arte, y en la secuencia en la que Wenders, impactado por la minuciosidad de las reproducciones de los platos que se muestran en los escaparates de los restaurantes, acude a una de las fábricas en las que se realizan esas reproducciones tan fidedignas de los manjares representativos de una de las mejores gastronomías del planeta. Otro elemento a favor de la película es la sugerente banda sonora creada por Laurent Petitgand, de espíritu jazzístico.
Poco había de Yasujiro Ozu en el Tokio de mediados de los 80, aunque en general la mirada de Wenders sea más curiosa que elegíaca. De este cariz serían los comentarios acerca de la omnipresencia de la televisión, y también la de la cultura estadounidense en el Japón de la época, elementos ambos que, unidos, dan lugar a la curiosa paradoja, que Wenders refleja con acierto, consistente en que Japón llena el mundo de televisores que divulgan en los cinco continentes no su propia cultura, sino la norteamericana.
A Tokio-Ga le sobra algo de Wim Wenders, pero posee muchas cualidades, a las que el paso del tiempo ha añadido otra: visto hoy, el film constituye un fantástico documento para ver cómo era la capital japonesa en los años 80.