EL VIAJE A NINGUNA PARTE. 1986. 134´. Color.
Dirección: Fernando Fernán Gómez; Guión: Fernando Fernán Gómez; Dirección de fotografía: José Luis Alcaine; Montaje: Pablo G. Del Amo; Música: Pedro Iturralde; Producción: Maribel Martín y Julián Mateos, para Ganesh Producciones Cinematográficas-TVE (España)
Intérpretes: José Sacristán (Carlos Galván); Laura del Sol (Juanita Plaza); Juan Diego (Sergio Maldonado); María Luisa Ponte (Julia Iniesta); Gabino Diego (Carlos Piñeiro); Nuria Gallardo (Rosita Del Valle); Fernando Fernán Gómez (Don Arturo); Queta Claver (Doña Leonor); Emma Cohen (Sor Martirio); Agustín González (Zacarías Carpintero); Carlos Lemos (Daniel Otero); Miguel Rellán (Psicoanalista); Simón Andreu (Solís); José María Caffarel, Francisco Camoiras, Carmen Alvarado, Antonio Gamero, Carmelo Gómez, Óscar Ladoire, Tina Sáinz, Saturnino García, Mónica Molina, Alberto Pérez.
Sinopsis: Carlos, un anciano actor, recuerda cómo en la España de la posguerra formó parte de una compañía de intérpretes que recorría los pueblos para representar comedias.
Después de varios años alejado de la dirección, Fernando Fernán Gómez estrenó, a mediados de los años 80, dos largometrajes en pocos meses, Mambrú se fue a la guerra y El viaje a ninguna parte. El segundo de ellos, que adaptaba un texto que este tótem del cine español había publicado en forma de novela, se convirtió en una de sus mejores películas, y desde luego en la más exitosa de toda su trayectoria de madurez. La primera edición de los premios Goya recompensó a Fernán Gómez con los galardones a mejor película, director y guión, dándose la extraordinaria circunstancia de que el artista nacido en Lima sumó un cuarto cabezón, el de mejor actor principal por Mambrú se fue a la guerra. El mayor reconocimiento para Viaje a ninguna parte es que nunca ha dejado de figurar en las listas de los mejores films españoles de todos los tiempos.
Que la vida es tragicomedia lo sabía muy bien Fernando Fernán Gómez, y su obra como director así lo plasma. En sus mejores trabajos, consigue mezclar con naturalidad la risa y la tristeza, lo entrañable y lo sarcástico. Esta historia de los avatares de una compañía de cómicos de la legua en la primera, y más dura, posguerra, posee la sencillez de las pequeñas cosas y la profundidad de las grandes, erigiéndose en el más logrado homenaje a la profesión de actor que haya dado el cine español. Todo se articula en torno a Carlos Galván, miembro de una compañía de teatro itinerante encabezada por su padre y su tía. Ya anciano y recluido en un asilo, Carlos le explica sus recuerdos a un psicoanalista, empezando por sus fatigosos trayectos a lo largo y ancho de la meseta castellana junto a los mencionados y a los demás miembros del grupo: Juanita, una joven actriz que además era su amante; Sergio Maldonado, actor lúcido y alcohólico, además de gerente de la compañía, y la otra fémina del elenco, su prima Rosita. Galván se detiene en la época en la que se unió al grupo un mozo tímido, de cerrado acento gallego, que resultó ser su hijo, fruto de una relación para él ya olvidada. Poco inclinado a ejercer de padre, Carlos intenta inocularle a su vástago el veneno de la interpretación, pese a que el muchacho muestre tan escasas dotes como interés. Poco a poco, Galván desgrana frente al psicólogo sus miserias pasadas, y también cómo el paso de los años le hizo probar (o quizá no) las mieles del éxito.
El viaje a ninguna parte es, en cierto modo, una película sobre las despedidas. No sólo en sentido literal, que también abundan, sino metafórico, pues cada vez que un personaje abandona la escena es a consecuencia de las pérdidas de sus sueños de gloria y triunfos. Carlos es el único que no lo hace, y de ahí su condicióin de narrador. Juanita se cansa de vagabundear por los pueblos y de representar comedias a cambio de unas pocas pesetas, y eso cuando las había, por lo que una noche recoge sus escasas pertenencias y se va a trabajar como camarera en un bar próximo a la base militar norteamericana de Rota. Por medio de Maldonado, que tiene contactos porque fue combatiente en la División Azul, la compañía consigue algunos empleos como figurantes en el cine, al que ven como un enemigo porque es la puntilla que rematará su forma de vida. Tampoco en los platós conocerán la gloria, aunque de ahí surgen dos de las mejores escenas del film: la desastrosa actuación de don Arturo Galván como figurante con frase en un rodaje, a la vez hilarante y tristísima, y el discurso de Carlos a los lugareños en un pueblo donde van a rodarse algunas escenas de una película. El joven gallego resuelve seguir su propio camino y Julia, la tía de Carlos, decide unirse a una de las escasas compañías de cómicos de la legua que andan por Castilla. Don Arturo, viejo y cansado, la acompaña, dando pie con ello a la segunda gran despedida (primero fue el amor), la de los sueños compartidos de éxito familiar. Desligado del modo de vida que siempre llevó, y de sus seres más queridos, Carlos lo intenta con los sucedáneos: el viaje a Madrid y los trabajos de extra en el cine en lo profesional, y los amoríos con Rosita en lo romántico, aunque tampoco por ahí llegarán los laureles. Con la vejez, llega también el reencuentro con Maldonado, que tiempo atrás dejó la profesión de actor y regenta una librería de viejo en la capital. Será entonces cuando sepamos de verdad quién fue Carlos Galván.
Película de rara hondura, y a la vez certero homenaje a una profesión particularmente reñida con los términso medios, El viaje a ninguna parte acumula secuencias espléndidas y con ello hace que el espectador no repare en lo dilatado de su metraje. Contribuyen al tono elegíaco que todo lo impregna la fotografía de José Luis Alcaine, que acentúa el contraste entre la oscuridad de los campos castellanos y las luces de esa falsa ilusión que es el teatro, sin la que la realidad sería apenas soportable, y el saxo de uno de los grandes pioneros del jazz en España, Pedro Iturralde. Los boleros de Los Panchos, que ayudan a Carlos Galván a recordar aquellos años mientras suenan en el tocadiscos del psicoanalista (recurso quizá fácil para tirar de la cuerda de la memoria, pero que se revela en su auténtica dimensión en la charla final entre el protagonista y Maldonado), son también un pasaporte a las escasas alegrías de una época que, siendo generosos, fue, como muestra la película, de color gris oscuro.
Que el trabajo de los actores veteranos sea tan soberbio es producto, además por supuesto de la calidad de los mismos, de que esta película, que varios de ellos vivieron en sus carnes, les dio la oportunidad de poner en su desempeño alma, además de oficio. José Sacristán ya había tenido otros papeles dramáticos importantes, que le habían llevado más allá de la comedia popular sobre la que cimentó su carrera, pero este es sin duda uno de los personajes de su vida, y a fe que lo bordó, porque su Carlos Galván, un perdedor, tiene esa valentía y esa ternura tan propias de las personas de esa clase. Laura del Sol, sin desentonar, no está a la misma altura, pero su labor es buena. Sucede que sus compañeros pusieron un listón altísimo. Por ejemplo, Juan Diego, que da vida a un actor bohemio y lenguaraz, pero al que vemos que todo el alcohol trasegado en su vida no ha conseguido sorber el seso. María Luisa Ponte es otra de las que merece el sobresaliente, por la capacidad que tiene para que su personaje refleje la grandeza y la miseria de su profesión cuando quien la ejerce se halla en las cercanías de la vejez. Gabino Diego se esfuerza y da el tono adecuado para un mozo que descubrirá lo que es la vida de un modo distinto al habitual, mientras que Nuria Gallardo está a buen nivel a lomos del personaje con menos poso trágico del elenco. Hablaré ahora del espléndido trío que forman Fernando Fernán Gómez, que hace una de las mejores interpretaciones de su carrera, Queta Claver, brillante en el papel de dueña de pensión menos estirada de lo que aparenta, y el gran Agustín González. En estos tiempos en los que las academias de interpretación no parecen capaces más que de producir mediocres robots, no estaría mal que vieran la clase magistral que, en apenas un cuarto de hora, ofrece este verdadero maestro, en la piel de un rijoso ricachón con ínfulas artísticas, pero lejos de ser un imbécil. Excelente también José María Caffarel como divertido e iracundo cineasta. En este punto, señalar que gran parte de las escenas más puramente cómicas satirizan el mundo del cine.
No hay mucho más que añadir: maravillosa película que es bueno revisar de vez en cuando, y demostración palpable de la importancia como artista de Fernando Fernán Gómez.