L´ENFER. 1994. 100´. Color.
Dirección: Claude Chabrol; Guión: Claude Chabrol, basado en el guión escrito por Henri-Georges Clouzot, en colaboración con Jean Ferry y José-André Lacour; Dirección de fotografía: Bernard Zitzermann; Montaje: Monique Fardoulis; Música: Mathieu Chabrol; Diseño de producción: Emilie Ghigo; Producción: Marin Karmitz, para MK2 Productions-CED Productions-France 3 Cinéma-Cinémanuel (Francia).
Intérpretes: Emmanuelle Béart (Nelly); François Cluzet (Paul); Nathalie Cardone (Marylin); André Wilms (Dr. Arnoux); Marc Lavoine (Martineau); Mario David (Duhamel); Christiane Minazzoli (Madame Vernon); Jean-Pierre Cassel (Monsieur Vernon); Dora Doll, Sophie Artur, Thomas Chabrol, Noël Simsolo.
Sinopsis: Un hombre adquiere un hotel en una zona turística francesa, y poco tiempo después se casa con una bella joven de la comarca. De forma paulatina, los celos se apoderan de él.
Director prolífico y con obras de calidad muy desigual, Claude Chabrol asentó con El infierno la buena senda de la que daban prueba su amterior obra de ficción, Betty, y el excelente documental El ojo de Vichy. Nos referimos aquí a un film escrito por Henri-Georges Clouzot, que iba a filmarlo a mitad de los años 60 y no pudo hacerlo, primero, por la enfermedad del protagonista masculino elegido, Serge Reggiani, y después por la afección cardíaca padecida por el propio director. Mucho tiempo después, la viuda de Clouzot vendió el guión a Chabrol, quien lo reescribió para dar lugar a uno de sus trabajos más redondos en más de una década, casi a la altura de Un asunto de mujeres. El reconocimiento de Cahiers du Cinéma, que situó la película en su lista de las diez mejores del año, fue el contrapunto a la injusta ignorancia que cosechó esta obra en el circuito de premios.
El infierno parte, como ya se ha dicho, de Clouzot, pero es un film que atestigua que casi todo está en Shakespeare, porque lo que vemos es, en esencia, la traslación de Otelo a la Francia de provincias de finales del siglo XX. La cara oscura, cuando no criminal, de la burguesía francesa, y la infidelidad son dos temas muy importantes en Chabrol, pero la deuda con Sir William es notoria. También con Hitchcock, cuyo influjo tampoco cabe ignorar. En la línea del londinense, un verdadero genio en lo que se refiere a manipular al espectador, Chabrol juega con la ambigüedad a través de las elipsis para que no tengamos claro cuánto hay de influencia externa en el cerebro enfermo de Paul, el marido celoso. En el prólogo, el director despacha con retazos muy breves el romance y el matrimonio entre los protagonistas:él, que goza de una buena posición económica y se labra el futuro como hostelero, y Nelly, una belleza local que, sin pretenderlo, atrae las miradas de muchos hombres. El nacimiento del primer hijo de la pareja es el punto en el que Chabrol pasa del resumen a la narración propiamente dicha, lo cual significa que, de forma deliberada, muchas cuestiones relevantes se han quedado en el tintero: cómo se conocieron Nelly y Paul, de qué manera discurrió su romance, cuáles fueron los factores que hicieron que ella le prefiriera a él, en detrimento del abanico de pretendientes que sin duda tendría, o en qué momento Marilyn, la mejor amiga de Nelly, pasa de ser cómplice del noviazgo a compañía no grata para el marido. Sí se nos revela un detalle esencial: que Paul, inquieto también por la gestión económica de su establecimiento, padece insomnio, y debe recurrir con frecuencia a las pastillas para poder dormir. Adoptando en lo narrativo el punto de vista del hombre, Chabrol consigue que el espectador se contagie de su inquietud, pues también desconoce si las sospechas de infidelidad tienen algo de cierto. El director se cuida mucho de aclarar si Nelly se acuesta con otros hombres (sí de que no lo aparenta en absoluto, factor que acentúa el drama), porque jamás muestra lo que ella hace cuando su marido no la vigila. Ese es el drama del Moro de Venecia, y también el de todas aquellas personas emparejadas con alguien a quien íntimamente creen no merecer, porque los celos no son otra cosa que inseguridad elevada a la enésima potencia. Añádase que Paul se siente también incapaz como empresario, y de ahí sus lamentos por el hecho de que otros hoteles adyacentes, construidos con posterioridad al suyo, se lleven a la mayor parte de los visitantes que acuden a la zona a pesar de ofrecer unos estándares de calidad inferiores. Es una lástima que en el clímax la película pierda esa ambigüedad que, sin duda, es su mejor baza, para convertirse en un lúcido análisis de la singular capacidad de la mente humana para crearse su propia desgracia, pero también en una película que, a diferencia de la que se había mostrado hasta entonces, hemos visto varias veces.
Chabrol acentúa el contraste entre la belleza del paisaje, una lunimosa zona aledaña a un lago a la que acuden numeroso turistas, con las tinieblas en las que, de manera progresiva, se irá adentrando la pareja protagonista. No puede ser más idónea la inclusión en la banda sonora de la canción de Bill Baxter L´enfer de mes nuits, porque en eso se transforma un matrimonio que no podrái haber empezado de una forma más idílica. También el paulatino dramatismo de las piezas compuestas por Mathieu Chabrol resalta la ruina psíquica de Paul, que su padre muestra de manera inmisericorde, con primeros planos casi intrusivos de él y de su infortunada Desdémona, cuyo deterioro físico es consecuencia del desquiciamiento mental de su marido, y de su propia incapacidad para liberarse de él. Muy dado al humor negro, Chabrol se regodea en mostrar al matrimonio Vernon, una pareja de ancianos clientes del hotel que llevan toda la vida juntos y mantienen la pasión de la juventud. Es lo que podrían ser Paul y Nelly en la vejez, de no ser porque los celos lo han reducido todo a ruinas. Desconozco qué película hubiese hecho Clouzot con su libreto, pero lo que parece decirnos Chabrol con la suya es que, contradiciendo a Sartre, el infierno somos nosotros. Se puede discrepar en el hecho de que, en las escenas finales, se rompa el tono realista mostrado hasta entonces y se recreen los delirios de Paul, pero hay que decir que el resultado en pantalla es efectivo si lo que se pretende, y así lo creo, es que el espectador pase de ver lo mismo que el hombre a sentirse como se siente Nelly en el estado de absoluta sumisión al que se ve relegada.
Emmanuelle Béart, por entonces en su mejor momento físico y profesional ya había demostrado con anterioridad que, al margen de ser una de las grandes bellezas del cine francés de las últimas décadas, posee un talento interpretativo que, en la piel de una mujer que pasa de enamorada y radiante a acosada y desvalida, luce en todo su esplendor. Inocente y seductora a la vez, Nelly es una víctima a la que Béart dota de verosimilitud y fuerza. Por contra, François Cluzet, que ya había colaborado con Chabrol en destacadas obras precedentes, pasa de ser un Otelo creíble a sobreactuado, lo que desluce en parte el clímax de la película. Poca relevancia se concede al resto de personajes, a excepción del cinéfilo Duhamel, carácter con el que Chabrol parece retratarse a sí mismo y al que interpreta con tono jocoso Mario David, el doctor Arnoux, médico de la familia recreado con sobriedad por André Wilms, y el mencionado matrimonio Vernon, a quienes dan vida con notable acierto Christiane Minazzoli y el veterano Jean-Pierre Cassel, toda una institución del cine galo.
Mejor en lo que plantea que en lo que desemboca, El infierno no deja de ser un film muy notable en el que Claude Chabrol muestra algunas de sus mejores cualidades como cineasta. Como adaptación apócrifa de Otelo, es de las más dignas de elogio que uno haya visto, y posee hoy la misma (y desasosegante) fuerza que cuando se estrenó.