LA PRIMA ANGÉLICA. 1974. 105´. Color.
Dirección: Carlos Saura; Guión: Carlos Saura y Rafael Azcona, basado en una idea original de Carlos Saura; Dirección de fotografía: Luis Cuadrado; Montaje: Pablo G. Del Amo; Música: Miscelánea. Piezas de León y Quiroga, The Friends Band, etc.; Dirección artística: Francisco Nieva; Producción: Elías Querejeta, para Elías Querejeta Producciones Cinematográficas, S.L. (España).
Intérpretes: José Luis López Vázquez (Luis); Lina Canalejas (Angélica); Fernando Delgado (Anselmo); María Clara Fernández de Loaysa (Angélica niña); María de la Riva (Abuela); Marisa Porcel, Pedro Sampson, Encarna Paso, Julieta Serrano, Lola Cardona, Josefina Díaz, Luis Peña, José Luis Heredia.
Sinopsis: Un hombre maduro regresa a la localidad en la que pasaba los veranos de su infancia con motivo de la inhumación de su madre.
De nuevo junto a Elías Querejeta, y por quinta vez en colaboración con Rafael Azcona, Carlos Saura continuó con su particular ajuste de cuentas cinematográfico con el régimen franquista en La prima Angélica, película que tuvo numerosos problemas con la censura y que asestó una nueva bofetada internacional en la mejilla de los guardianes de la Patria consiguiendo el Gran Premio del Jurado en Cannes. No puede decirse que el film fuera un gran éxito dentro de las fronteras españolas, pero sí que supuso una nueva confirmnación de que el aragonés tenía un espacio consolidado entre los cineastas más importantes de nuestro país.
La prima Angélica tiene una doble vertiente dramática: por un lado, narra el reencuentro de un hombre maduro con los episodios de su pasado que más le marcaron, y a la vez, en un plano más amplio, expone todo lo que España había perdido por culpa de la Guerra Civil. Si en otras ocasiones he comentado la influencia del cine de Ingmar Bergman en la obra de Carlos Saura en los años 70, aquí ese influjo lo encontramos a través de Fresas salvajes, seguramente la obra cinematográfica que con mayor exactitud ha definido lo que supone para un hombre maduro echar la vista atrás. Aquí, el film se inicia con las nebiulosas imágenes del bombardeo de una escuela, para acto seguido continuar con un largo travelling cenital en el que pasamos de ver una panorámica del Madrid de la época a observar cómo, en un cementerio de las afueras, el protagonista masculino recoge los ya minúsculos restos de quien fuera su madre, ahora reducida a un puñado de huesos que caben en un ataúd de reducidas dimensiones. El polvo que todos seremos, en un inmisericorde primer plano. A continuación, el hombre emprende un viaje hacia su pasado, que se justifica en cumplir la voluntad de la difunta, consistente en que sus restos reposaran en el panteón familiar. Aquí, Saura nos ubica en el juego de espejos que será el resto de la película, entre memoria (que no es lo mismo que pasado, porque el cerebro es caprichoso siempre, y en particular en el recuerdo) y presente. Luis, que así se llama el personaje principal de esta historia, baja de su coche al vislumbrar a lo lejos el pueblo en el que pasó buena parte de su infancia, y se convierte en el niño que no quería pasar las vacaciones del 36 lejos de sus padres. Ese juego de espejos se acentúa por el hecho de que Anselmo, el marido de su prima Angélica, que fue su primer amor infantil, sea la viva imagen de su tío, un falangista irredento, y de que la hija de ambos sea idéntica a esa otra Angélica que en aquellos turbulentos años lo significó casi todo para Luis. Éste, al principio, se propone que el reencuentro sea, además de breve, meramente protocolario, pero la avalancha de recuerdos que afloran entre esas paredes le hacen alargar más y más una estancia que tendrá mucho de catártica y que está imbuida de nostalgia, pero no de olvido. No en vano, más de tres décadas después de la guerra, la familia de Luis sigue tan desunida como entonces, porque su padre, un hombre de ideología progresista, siempre fue visto por el resto como una oveja descarriada, en especial por la ultrarreligiosa abuela y por el fascista Anselmo, eufórico cuando descubre que los aviones que disparan sobre su casa en aquel infausto julio de 1936 son de los nuestros. Saura critica a través de él a esa España que ora y embiste, en palabras de un Antonio Machado cuyos versos se recutan en la película. En distintas y precisas pinceladas, Saura describe sin piedad el inmenso daño que el nacional-catolicismo ha hecho a este país, con su aversión a la discrepancia, su espíritu represivo, sus métodos violentos y su ancestral hipocresía. Lo que queda, sin embargo, es la mirada pura de un niño que descubrió las cosas buenas de la vida a través de las escasas rendijas que dejaba el muro de falsa moral que le rodeaba, que sufrió las malas con una intensidad más propia de una época negra que de sus pocos años, y que sabe, ya adulto, que en muchos aspectos el primer amor es también el único.
Más allá de alguna concesión puntual al virtuosismo, como ese travelling cenital que antes comentaba, el modo de filmar de Saura es naturalista, incluso cuando Luis vuelve a ser el niño que fue tres décadas atrás. La excepción a esto es la escena de la pesadilla de Luis, humorada buñueliana en la que una monja de inquietante rostro sangra por sus estigmas mientras un gusano asoma entre los recovecos de su hábito. Aquí, Luis Cuadrado construye una escena tenebrista, muy goyesca, de intenso cromatismo, que contrasta con el tono neutro del resto del conjunto, hecha sea la salvedad de la recreación inicial del bombardeo, con aire de ensoñación. Otro chiste a costa del régimen consiste en ver a Anselmo obligado a hacer todo el día el saludo fascista por culpa de unos rasguños de guerra. No obstante, predomina el tono elegíaco, simbolizado en la relación entre Luis y las tres Angélicas: la que fue su primer amor de infancia, ahora convertida en ama de casa insatisfecha, y la que es su viva encarnación, una joven despierta que escucha a bandas de rock y simboliza la esperanza de un cambio futuro. Para darle a este subtema clave el sentimiento que precisa, Saua no puede elegir mejor al ilustrarlo musicalmente con Rocío, a mi juicio una de las mejores canciones españolas del siglo XX, en la voz de Imperio Argentina. Es a través de esas notas y de esa melodía como comprendemos a Luis.
Se me dirá que este blog es un largo panegírico de José Luis López Vázquez, pero es que La prima Angélica es una nueva lección magistral de este actor. Su rostro emocionado al bajar del coche, el modo en que sus ojos adultos transmiten el miedo infantil al castigo, o la conmoción que le supone recordar la copla de León y Quiroga podrían estar en las mentes de Saura y Azcona, pero es López Vázquez quien logra transmitirlas de una forma insuperable. Lina Canalejas, que ya había trabajado con el director aragonés en El jardín de las delicias, y dado lo mejor de sí a las órdenes de Fernando Fernán Gómez, realiza un trabajo notable en el rol de una mujer frustrada cuya insatisfacción emerge al reencontrarse con su viejo amor infantil. Fernando Delgado, actor de indudables cualidades, asume con convicción el papel más ingrato, que es un doble personaje ficticio, porque el falangista de pura cepa y el aposentado padre de familia que compra terrenos para especular con ellos son las dos caras de una misma moneda. La niña María Clara Fernández de Loaysa, en su único papel en el cine, se limita a cumplir con una misión nada sencilla, y hay que destacar las grandes interpretaciones de Encarna Paso, Julieta Serrano como monja estigmatizada y Luis Peña como sacerdote adoctrinador, siendo también destacable la labor de las dos actrices que interpretan a la compasiva tía Pilar, Josefina Díaz y Lola Cardona.
La prima Angélica es una muy buena película de Carlos Saura, y también una de mis preferidas de entre las suyas. Creo que se trata de un film que valoramos en mayor medida quienes sabemos que tenemos más vida detrás que por delante, pero supone una mirada al pasado que rezuma nostalgia sin recurrir al almíbar, lo cual tiene mucho mérito.