CRAIG´S WIFE. 1936. 75´. B/N.
Dirección: Dorothy Arzner; Guión: Mary C. McCall, basado en la obra teatral de George Kelly; Dirección de fotografía: Lucien Ballard; Montaje: Viola Lawrence; Música: R. H. Bassett, Emil Gerstenberger y Milan Roder; Diseño de producción: William Haines; Dirección artística: Stephen Goosson; Producción: Harry Cohn, para Columbia Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Rosalind Russell (Harriet Craig); John Boles (Walter Craig); Billie Burke (Sra. Frazier); Jane Darwell (Sra. Harold); Dorothy Wilson (Ethel); Alma Kruger (Ellen Austen); Thomas Mitchell (Fergus Passmore); Raymond Walburn, Elizabeth Risdon, Robert Allen, Nydia Westman, Kathleen Burke.
Sinopsis: Una mujer casada con un hombre de buena posición ejerce un dominio tiránico en su residencia.
Pionera de la realización cinematográfica en Hollywood, Dorothy Arzner dirigió algunas películas estimables, la más valorada de las cuales sea probablemente La mujer sin alma, adaptación de una pieza teatral de George Kelly galardonada con el Pulitzer. Se trata de un drama familiar, con elementos de cine negro, que participa de lleno del modo predominante de hacer cine en la primera década del sonoro, pero que en cambio se aleja del espíritu del New Deal, tan en boga en la Meca del cine en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. En su estreno, el éxito de la película no fue excesivo, aunque ha sido reivindicada en décadas posteriores de acuerdo a una lectura feminista de su argumento con la que discrepo en parte.
En esencia, la historia es la de un hombre, Walter Craig, enamorado de la persona equivocada. Él, un destacado miembro de la comunidad del pequeño pueblo neoyorquino en que reside, adora a su esposa, con la que lleva dos años casado, pero ella, como confiesa a Ethel, hija de su hermana moribunda, en el viaje de regreso desde el hospital, ha contraído matrimonio únicamente para obtener una posición social que, por su condición de mujer y su falta de méritos profesionales o académicos, no podría haber alcanzado de otra forma. Su obsesión es la residencia familiar, símbolo del estatus conseguido y de la independencia convertida en fin supremo, y su condena la constituye el hecho de que únicamente su esposo, por aquello de que el amor es ciego, permanece ajeno a sus actitudes despóticas, que no sólo ejerce con las empleadas del servicio doméstico, sino que se extiende a la tía de Walter, que reside en la casa, y abarca a la vecindad y a los amigos de su esposo, de quienes procura mantenerle alejado. Es a causa del viaje de Harriet, la gélida protagonista, a visitar a su hermana cuando Walter, liberado del yugo, acude a casa de un viejo amigo a jugar al poker, aunque lo que encuentra allí es a un hombre amargado y esclavo del alcohol a quien su propia esposa y el resto de sus amistades rehuyen. Horas después de la visita de Walter, ese individuo asesina a su esposa y se suicida, hecho que pone a los Craig bajo la lupa de la policía, porque Harriet había solicitado información telefónica del lugar del crimen con la finalidad de tener controlado a su marido.
Arzner pone al servicio de esta trama su oficio, que no es poco, pero no así unos índices elevados de inspiración. La puesta en escena, cosa habitual en los dramas de la época, se muestra en exceso rehén de sus orígenes teatrales, y su labor tras la cámara tampoco logra sublimar las taras de un libreto, obra de la prolífica y ecléctica Mary C. McCall, que nos presenta a la protagonista como una sociópata bastante torpe, en la medida de que carece de una cualidad esencial en esa clase de individuos, como es la capacidad de ocultar sus verdaderas intenciones y de manipular a quienes le rodean para que les ayuden a materializarlas sin enterarse. Por contra, Harriet no esconde su propósito, que no es otro que ejercer un dominio absoluto sobre su casa, símbolo de su triunfo, y que para disfrutar de ese poder omnímodo le sobra todo aquel que se ubique entre esas paredes, esposo incluido. No posee encanto: su sobrina la ve como un ser inmoral, el servicio la teme como los disidentes a un dictador, los amigos de Walter evitan su compañía y la difunta madre del enamorado marido encargó a su hermana, que también aborrece a Harriet y termina por decírselo a su sobrino, que viva con el matrimonio porque no se fía de ella. Para rematar su absoluta falta de habilidad social, será ella misma quien retire la venda de los ojos de Walter, en principio el único que la consideraba un ser encantador. Más allá de cuestionarme qué tiene de feminista lo expuesto, lo que planteo es una falta de coherencia, o de capacidad para mostrar un perfil psicológico más profundo de un tipo de mujer muy próximo a la femme fatale típica del cine negro, pero carente de su poder de seducción. La directora, que se recrea en mostrar la frialdad de Harriet en primeros planos muy descriptivos y en planos medios que subrayan su dominio en la lujosa residencia, no es capaz de enriquecer en lo visual una trama que lo necesita, y creo que al modo tan realista de filmar de Arzner no le hubieran venido mal algunos toques expresionistas, tanto en el cromatismo como en la composición de los planos. Estamos ante uno de los primeros trabajos importantes tras la cámara de Lucien Ballard, pero a este excelente director de fotografía aún le faltaba asentar un estilo propio. Tampoco la música, en una época en la que aún no había llegado a Columbia Pictures el distinguido sello de George Duning, logra realzar de un modo importante un film cuya mayor virtud es, a la postre, su concisión narrativa, discursivo en exceso y que, justo es reconocerlo, va de menos a más para acabar en su punto más alto.
Una estrella emergente como Rosalind Russell logró un trabajo interpretativo notable, que se impone frente a las incoherencias de su personaje, otorgándole un aura de carisma y misterio que está más en su presencia y en su gestualidad que en los diálogos que recita de forma más que convincente. En una película predominantemente femenina, el mayor damnificado es John Boles, actor correcto, con aires del galán del cine mudo que fue, que sufre las carencias de un personaje demasiado simple en lo psicológico, y no es capaz de sublimarlas del modo en que lo hace Russell. Las interpretaciones secundarias son, en general, de lo mejor del conjunto, en especial la de Jane Darwell como ama de llaves curtida en mil batallas, pero también la de una veterana cuasidebutante en la gran pantalla como Alma Kruger. Bien Thomas Mitchell, en su línea, e interpretación bastante pobre de Robert Allen en el papel del novio de Ethel, rol interpretado con gracia por Dorothy Wilson, actriz de breve carrera.
Película muy correcta, que mejora en su tramo final, La mujer sin alma no reúne las cualidades de las obras más sobresalientes de una de las mejores décadas de Hollywood.