THE LIFE AND TIMES OF JUDGE ROY BEAN. 1972. 118´. Color.
Dirección: John Huston; Guión: John Milius; Director de fotografía: Richard Moore; Montaje: Hugh S. Fowler; Música: Maurice Jarre; Dirección artística: Tambi Larsen; Producción: John Foreman, para Coleytown Productions-First Artists- National General Pictures (EE.UU).
Intérpretes: Paul Newman (Roy Bean); Victoria Principal (María Elena); Ned Beatty (Tector Crites); Roddy McDowall (Frank Gass); Tab Hunter (San Dodd); Matt Clark (Nick); Bill McKinney (Fermel); Steve Kanaly (Whorehouse Lucky Jim); Jim Burk (Bart); Dolores Clark (Esposa de Whorehouse Lucky Jim); Francesca Jarvis (Esposa de Bart); Karen Carr (Esposa de Nick); Lee Meza (Esposa de Fermel); Anthony Perkins (Reverendo LaSalle); John Huston (Grizzly Adams); Stacy Keach (Bad Bob); Anthony Zerbe (Timador); Jacqueline Bisset (Rose Bean); Ava Gardner (Lily Langtry); Roy Jenson, Gary Combs, Richard Farnsworth, Dean Smith, Neil Summers, Jack Colvin, David Sharpe.
Sinopsis: Un forajido llega a un lugar inhóspito al este del río Pecos, se establece allí y se autoproclama juez del territorio.
En su lucha por permanecer vigente en una época en la que el cambio de guardia en Hollywood era un hecho consumado, John Huston se encargó de llevar a la pantalla un guión escrito por un tipo talentoso y estandarte de las nuevas generaciones como John Milius. El libreto en cuestión era un singular recorrido por la vida de Roy Bean, uno de los personajes míticos del Viejo Oeste. La película no colmó las expectativas creadas de acuerdo al espectacular currículum de sus principales artífices, pero no por ello deja de ser una obra de calidad, cuya presencia en la lotería de los grandes premios se limitó casi en exclusiva a su canción principal.
Cuando se rodó El juez de la horca, el western había dejado de ser el género por antonomasia del cine norteamericano, debido a los traumáticos cambios que en aquella sociedad provocaron los asesinatos políticos, la guerra de Vietnam y el auge de la contracultura, y también, en lo que al propio cine se refiere, a la influencia del western europeo, cuyo éxito en el Viejo Continente fue tan espectacular que acabó cruzando de nuevo el Atlántico y reescribiendo las reglas del género. Más allá de las obras tardías de tótems como Ford, Hawks o Hathaway, los films del Oeste de entonces se dividían en dos grandes bloques: el crepuscular, de tono reflexivo y espíritu desmitificador, y el paródico. Puede decirse que el film de Huston, un director que cultivó casi todos los géneros, pero que no sentía especial predilección por el western, pese a que en él dejó la excelente Los que no perdonan, participa de ambas tendencias, aunque con matices: su estética realista y su ambigüedad moral se apartan del enfoque clásico, pero no hay en el guión de Milius afán desmitificador, sino todo lo contrario, porque lo que prima es la glorificación de la figura de un Roy Bean convertido en símbolo de los pioneros y, por extensión, de la libertad del Viejo Oeste antes de que aterrizaran la civilización y el progreso. Por ello, las escenas cómicas, que las hay, en especial en la primera mitad del film, pretenden igualmente humanizar al mito, pero no negarlo. Así, Milius, y Huston con él, utiliza una verdad histórica que conoce bien sólo en cuanto le sirve para construir una figura a la que se sitúa, en términos nietzscheanos, por encima del bien y del mal. Al principio, un rótulo nos indica que, después de la Guerra Civil, en Texas era el río Pecos la frontera entre la civilización y lo salvaje: más allá de su orilla oeste, reinaba una anarquía que poco tenía que ver con Bakunin, y más con el verdadero rostro del ser humano. A esos parajes llega Roy Bean, un fugitivo que se adentra en un burdel situado en mitad de un secarral, no sin antes haber enmendado el cartel que le sitúa en busca y captura. En ese local, Bean es atracado y torturado, salvando la vida gracias a una joven mexicana. Apenas recobrado el equilibrio, el pistolero vuelve al lugar de autos para sembrarlo de cadáveres. Dueño de tan poco idílco enclave, al que rebautiza en honor de la bella actriz Lliy Langtry, se autoproclama juez y comienza a aplicar su ley suprema: la que en cada momento le dictan sus santos cojones.
El juez de la horca utiliza la fórmula del narrador múltiple, dándose la circunstancia de que el primero de ellos, un reverendo que visita a Bean justo cuando acaba de formalizar su dominio sobre el territorio, ya ha fallecido cuando nos explica su parte de la historia. También hay que señalar que el juez jamás ejerce como narrador de sus proezas y sus miserias, sino que son otros personajes quienes elaboran su retrato, que no es tanto una composición lineal como un conjunto de sketches que, en general, funcionan bastante bien por separado aunque su nexo de unión sea en ocasiones endeble. Este esquema da pie a que los personajes entren y salgan de una historia que siempre gira en torno al protagonista, y que origina elipsis tan grandes como una que dura todos los años (casi veinte, los que transcurren entre el nacimiento de su hija Rose y el reencuentro con su padre, siendo ya una joven de armas tomar) que Bean pasa fuera de su territorio, desterrado por los avances del progreso, personificados en el pérfido abogado Gass y en las esposas de sus alguaciles (que en tiempos formaron una banda de atracadores), todas ellas antiguas prostitutas. Huston se permite algún alarde técnico, como el travelling que sitúa a la cámara como privilegiado testigo del tiroteo en el burdel, se muestra tan enérgico como de costumbre en las escenas de acción y parece cómodo en esa mezcla de comedia, neowestern y apología del salvajismo en la que le sumerge su guionista. Véase, por ejemplo, ese plano en el que se ve el mundo a través del agujero en que el certero disparo de Roy Bean ha convertido el tórax de Bad Bob. Predominan los tonos ocres, algo lógico si tenemos en cuanto la naturaleza del marco geográfico de la película y el hecho de que se ubique en un período en el que la electricidad no había aparecido aún por allí. Un elemento importante es la escenografía, que ilustra la progresiva prosperidad de unas tierras en las que al principio no hay mucho más que polvo y el chamizo-burdel desde el que el juez ejerce su poder absoluto. La música de Maurice Jarre es notable, aunque la nominada canción no me entusiasme.
Paul Newman, que por entonces venía de rodar diversos westerns, lleva todo el peso de la película y ejecuta a la perfección los deseos de Huston y, desde luego, de Milius, de que su Roy Bean resulte al espectador un tirano carismático. En la película hay ambigüedad, pero no así en su protagonista, siempre fiel a unos principios que son sólo suyos. Newman interpreta con energía, aunque algo sobreactuado, por ejemplo en las escenas en las que el juez está bajo los efectos del alcohol. Aun así, no decepciona y ofrece un perfil distinto al más característico, reflejo de su ideología liberal. La película supuso el debut de Victoria Principal, actriz cuya carrera cinematográfica posterior fue tan breve como mediocre, aunque años más tarde llegó a ser una estrella de la televisión. El perfil de su personaje responde al estereotipo de la mujer mexicana según Hollywood, pero justo es reconocer que no desentona. Uno de los actores que realiza un trabajo de mayor nivel es Ned Beatty, en el papel del más sensato de los aliados de Roy Bean, a la vez que barman de la localidad. Roddy McDowall da vida al malo de la función, una especie de reverso viscoso del personaje que interpretara James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance, película que sin duda es una de las mayores influencias de la que nos ocupa. Su interpretación es correcta, pero no deja espacio para el entusiasmo. De los actores que encarnan al grupo de alguaciles de Bean, me quedo con Matt Clark, mientras que de quienes asumen el rol de sus esposas sobresale la más veterana, Francesca Jarvis. Diversas estrellas hacen breves apariciones, algunas poco más que un cameo. Por su espectacularidad, destaca la de Stacy Keach, protagonista de la anterior película de Huston, que a su vez presta su rostro a un personaje abiertamente jocoso. Anthony Perkins interpreta al reverendo dándole ese matiz inquietante que fue su marca de fábrica, Jacqueline Bisset brilla en un papel que la aleja del glamour al que siempre la asociamos, y me dejo para el final a Ava Gardner, por ser quien es y porque la relevancia de su personaje se extiende a toda la película, más allá de que en su breve aparición demuestre que, a pesar de que los años y los excesos le habían dejado huella, la cámara la quería como ha querido a muy pocas, y además sabía actuar.
El juez de la horca era una obra antimoderna cuando se hizo, y paradójicamente creo que eso hace que no haya envejecido mal. Es muy entretenida, tiene escenas que se acercan a la excelencia y, en conjunto, es un western notable en su particular idiosincrasia.