THE BLOOD ON SATAN´S CLAW. 1971. 94´. Color.
Dirección: Piers Haggard; Guión: Robert Wynne Simmons, con material adicional de Piers Haggard; Director de fotografía: Dick Bush; Montaje: Richard Best; Música: Marc Wilkinson; Dirección artística: Arnold Chapkis; Producción: Malcolm B. Heyworth y Peter L. Andrews, para Tigon British Film Productions- Chilton Films (Reino Unido).
Intérpretes: Patrick Wymark (Juez); Linda Hayden (Angel Blake); Barry Andrews (Ralph Gower); Michele Dotrice (Margaret); Wendy Padbury (Cathy Vespers), Anthony Ainley (Reverendo); Charlotte Mitchell (Ellen); Tamara Ustinov, Simon Williams, James Hayter, Avice Landone.
Sinopsis: En la Inglaterra medieval, un campesino encuentra una garra enterrada en su parcela. A partir de ahí, empiezan a sucederse los hechos macabros en el pueblo, que coinciden con extraños comportamientos de los jóvenes.
Son escasos los trabajos de Piers Haggard, realizador que siempre tuvo mucho más protagonismo en el terreno de la televisión, que fueron estrenados en la gran pantalla. La mayoría de ellos se adscriben al género de terror, como es el caso de La garra de Satán, su segundo largometraje, tras el que hallamos a la productora Tigon, tercera y más olvidada de las compañías que cimentaron la edad dorada del terror británico junto a la Hammer y la Amicus. Esta película se enmarca dentro del subgénero del folk horror, filmes de época centrados en el Medievo y con localización en la campiña inglesa. No nos hallamos frente a uno de los títulos más conseguidos de dicha corriente, pues el producto final malogró algunas de las posisbilidades que el planteamiento ofrecía.
Son muchas, y el asunto tiene toda su lógica, las películas que, desde los mismos orígenes del cine, han utilizado la figura del Diablo para provocar el miedo en el espectador. Muy reciente estaba el éxito de Roman Polanski en la materia, y no puede decirse que el cine británico, en el que como se ha dicho el terror ocupaba por entonces un lugar importante, fuese ajeno a esa tendencia, que por aquellos años tenía también su reflejo en la música con el surgimiento de una banda seminal del heavy metal como Black Sabbath. La historia de la película bien podía ser la de una de las canciones del grupo de Birmingham, pues se ambienta en la oscura Edad Media y se inicia cuando un joven campesino descubre, al arar sus tierras, algo que se asemeja a un cadáver. El muchacho se lo comunica al juez de la villa, hombre de natural escéptico y más preocupado por el próximo matrimonio de su protegido con la hija de un granjero, quien se toma el asunto más bien a la ligera, máxime cuando, personado en el lugar de los hechos, el presunto cadáver ha desaparecido y lo único extraño que se ve en el entorno es una garra semienterrada, que se presume de origen animal. Pronto esa reliquia empieza a circular entre los jóvenes del pueblo, y surgen los problemas: primero, cuando la prometida del joven discípulo del juez pierde la razón y debe ser internada en el manicomio y, acto seguido, cuando la tía del chico, que era quien realmente se oponía al matrimonio, desaparece de su hacienda sin dejar rastro.
La garra de Satán da menos de lo que promete sobre el papel, a causa de un guión disperso, que se pierde en situaciones intrascendentes para el desarrollo de la historia y desaprovecha el peso de los dos personajes principales. El juez, individuo encargado de mantener el orden en la población, desaparece de escena durante la mitad del metraje, y la joven lideresa de las huestes satánicas da la sensación de aparecer más por cuestiones estéticas que narrativas, cuando la historia exigía una mayor atención a su conexión con el Maligno y su influjo sobre el resto de los sumisos al poder de la garra. Por contra, el guión se centra en los avatares del joven Ralph Gower, personaje mucho menos carismático y cuya influencia en el desenlace, por otra parte algo precipitado, de la historia, es mínima. Si algo bueno tienen las películas de Terence Fisher, o una obra señera del folk horror como Cuando las brujas arden, seguramente el film más logrado de la Tigon, es su capacidad de síntesis y el modo de ir al meollo de la historia sin mayores rodeos. Para su desgracia, La garra de Satán carece de esa cualidad, lo que hace que el ritmo se resienta en su segundo tercio, en el que la figura del juez se halla ausente. Tampoco ayudan algunas decisiones estéticas del director, pues el uso de la cámara lenta de la escena del aquelarre y el enfrentamiento entre las fuerzas del Bien y del Mal, que es el clímax de la película, no tiene mayor justificación, y el montaje de esa secuencia clave se me antoja torpe. Está claro que la sangre y el erotismo pretenden ser, y de hecho lo son, protagonistas de la obra, pero el modo en que se nos presentan en escena tampoco es el más sutil o inspirado posible. Por esto, los aciertos, que son diversos (la ambientación y el sentido de la atmósfera malsana sí estan bien conseguidos, por ejemplo), se ven lastrados, también por la falta de protagonismo de hechos clave, como la investigación del juez que le lleva a superar su inicial escepticismo, la propia influencia de la garra en el hecho de que muchos de los lugareños, en especial los más jóvenes, abracen al Maligno, o la desaparición de la clasista tía del futuro marido, en detrimento de otros que, como se ha dicho, entorpecen más que relanzan la acción. La fotografía, de Dick Bush, es notable, y lo mismo cabe decir de la académica, pero no meramente funcional banda sonora compuesta por Marc Wilkinson, que acentúa el lado esotérico de la función sin cargar las tintas y ahogarse en el efectismo.
A la hora de valorar el trabajo de los actores hay que tener en cuenta lo expuesto sobre la película en global, pues no carece de relevancia que Patrick Wymark, actor de muy buen nivel y teórico protagonista del último de sus films que vio estrenado en vida, aparezca sólo en la mitad de las escenas. Wymark da vida a un servidor de la ley lúcido y enérgico, lo que hace lamentar aún más su escasa presencia. Linda Hayden, sex symbol británica de filmografía discreta, tiene más espacio para el lucimiento, pero tampoco es que el libreto aproveche al máximo las posibilidades de un papel que no deja de ser el de la sierva favorita del Diablo. Barry Andrews, actor de menos enjundia que los mencionados, acapara por contra un mayor protagonismo que no justifican ni las necesidades de la historia ni su propia interpretación, simplemente correcta. Michele Dotrice, como sierva del Diablo, solventa con buena nota su trabajo, aunque tampoco es que su importancia en la trama sea excesiva, y Wendy Padbury muestra buenas maneras en el rol de una adolescente víctima de las siniestras circunstancias que la rodean. Otro que sufre las incoherencias del guión es un más que correcto Anthony Ainley, pues el reverendo al que interpreta participa en algunas de las escenas más claramente superfluas, y en cambio su presencia al final, que se entiende necesaria por ser el guía espiritual de la villa y, por lo tanto, la punta de lanza en la lucha contra el Demonio, es escasa.
La garra de Satán se deja ver, pero se queda en menos de lo que pudo haber sido.