THE TAKING OF PELHAM ONE, TWO, THREE. 1974. 101´. Color.
Dirección: Joseph Sargent; Guión: Peter Stone, basado en la novela de John Godey; Dirección de fotografía: Owen Roizman; Montaje: Gerald Greenberg y Robert Q. Lovett; Música: David Shire; Dirección artística: Gene Rudolf; Producción: Gabriel Katzka y Edgar J. Scherick, para Palomar Pictures-Palladium Productions (EE.UU.).
Intérpretes: Walter Matthau (Teniente Garber); Robert Shaw (Sr. Azul); Martin Balsam (Sr. Verde); Héctor Elizondo (Sr. Gris); Earl Hindman (Sr. Marrón); Dick O´Neill (Correll); Tom Pedi (Caz Dolowicz); Tony Roberts (Warren LaSalle); James Broderick (Denny Doyle); Lee Wallace (Alcalde); Jerry Stiller (Rico Patrone); Beatrice Winde, Nathan George, Rudy Bond, Kenneth McMillan, Doris Roberts, Julius Harris, Cynthia Belgrave, Michael Gorrin, Mary Gorman, Louise Larabee, George Lee Miles.
Sinopsis: Cuatro hombres armados secuestran un vagón del metro de Nueva York, tomando a los pasajeros como rehenes, y exigen un millón de dólares como rescate.
A pesar de que sus mayores y más numerosos logros le llegaran a través del medio al que también consagró el grueso de su obra, la televisión, Joseph Sargent ya había dirigido varios largometrajes de interés antes de que se estrenara el que, a mi juicio y al de otros muchos, es el mejor de todos ellos: Pelham 1,2,3, adaptación cinematográfica de la novela superventas de John Godey. Este magnífico thriller policíaco tuvo un éxito desigual en el momento de su estreno, quizá oscurecido por otras películas (muchas de ellas peores) protagonizadas por estrellas más taquilleras, pero goza de un notable predicamento entre la cinefilia más avispada y es objeto de culto para multitud de cineastas de prestigio, entre los que se incluye Quentin Tarantino.
Si aceptamos que el no andarse con rodeos es un hábito muy saludable, en la vida y en el cine, entonces Pelham 1,2,3 se queda muy cerca de ser una obra maestra. Adaptación modélica, no tiene un prólogo como tal, porque aprovecha ese zoológico humano que era y es el metro de Nueva York para seguir el recorrido de cuatro hombres maduros, todos ellos ataviados con gabardinas, bigotes postizos y gafas, que se encuentran en el tren que da título a la historia. Tres de esos hombres convergen en un mismo vagón, ocupado por ancianos, madres puertorriqueñas con hijos revoltosos, proxenetas, prostitutas, vendedores de cualquier cosa y una alcohólica que vive en su etílico universo paralelo. Cuando el cuarto de los hombres se acerca a la cabina y, rifle en mano, convence al maquinista de las ventajas de la obediencia, todas esas personas se convierten en rehenes de un secuestro que deja estupefacto a todo el mundo, empezando por los técnicos y operarios que supervisan el funcionamiento del subterráneo, una hiperactiva sala que máquinas que, precisamente, está siendo visitada por unos invitados japoneses. Les atiende el teniente Garber, de la policía de tráfico, que enseguida se hace cargo de la investigación y contacta con los secuestradores, que exigen recibir un millón de dólares en una hora, a cambio de las vidas de los pasajeros. Para que todos se hagan cargo de la gravedad del problema, respaldan su solicitud con la amenaza de asesinar a un rehén por cada minuto que, pasado el plazo concedido, se dilate la entrega del dinero. Nada sabemos de esos cuatro hombres, salvo que uno de ellos fue maquinista años atrás, para luego ser despedido a causa de un asunto relacionado con el tráfico de drogas. El guión prescinde de explicaciones acerca de su origen y recorrido vital, e incluso omite todo detalle respecto a la formación del heterogéneo comando y a la planificación del golpe: interesa, y esto se detalla en extremo, su ejecución y sus efectos en una ciudad que, ya de por sí, se encuentra en un estado de degradación notable que su alcalde, un individuo impopular que apenas alcamza la categoría de títere de sus asesores, se muestra incapaz de resolver. Desde la distancia, Garber y el jefe de los secuestradores, conocido como Señor Azul, juegan una partida de ajedrez en la que los pasajeros del vagón son los peones.
Pelham 1,2,3 es una de esas películas que exigen mucho esfuerzo para encontrar sus defectos. Su visionado es tan placentero, y su ritmo tan poderoso, que es muy preferible optar por el disfrute que aporta un guión majestuoso por su capacidad de síntesis, su forma de administrar la creciente tensión, sus afilados diálogos, su tino a la hora de alternar lo que sucede en los distintos escenarios y su perfecta manera de definir a los personajes, principales y secundarios, por medio de breves pinceladas que muestran cómo se enfrentan a una situación límite. Bajo la máscara del thriller aparecen el desmoronamiento social, que deja como únicas alternativas la desazón o el sarcasmo (la película opta, siempre que puede, por este último), el descontento con una clase política convertida en su propia caricatura, la burla del racismo y el complejo de superioridad de los estadounidenses, los recelos que despierta el creciente protagonismo de la mujer en la sociedad o las dificultades que entraña imponer un orden social que garantice a la vez la libertad y la seguridad, para componer una radiografía social más compleja que la de otros muchos films de espíritu más discursivo. Lo importante, sin embargo, es el desarrollo y la resolución del conflicto principal, el buen hacer de Sargent rodando en escenarios caóticos, la poderosa partitura de David Shire, que sin embargo no eclipsa la acción, o un montaje excelso que consigue dar la sensación de que estamos viendo la mejor película posible, en la que nada sobra ni falta. Todo esto, junto a la fotografía de Owen Roizman, que realza la estética naturalista de la propuesta y brilla bajo la luz de los fluorescentes o en la tiniebla de los túneles del subterráneo, hace que Pelham 1,2,3 sea una obra redonda, en la que no podemos dejar de asombrarnos ante la flema de Garber, la determinación del señor Azul, las verosímiles reacciones de los pasajeros o la cobardía de un alcalde griposo que teme salir de la cama para no afrontar ese desastre cotidiano que es la urbe que, en realidad, gobiernan sus asesores. La violencia implícita es tremenda: cuando estalla, su impacto no deja indiferente. Ahí están el asesinato a sangre fría del maquinista en prácticas (interesante ver cómo reaccionan ante él los distintos miembros del comando de secuestradores), un personaje con el que el libreto nos hizo simpatizar al principio, o el furioso desenlace del desafío, con Garber y el Señor Azul por fin cara a cara. Todo ello rematado por un primer plano final que es un monumento a la ironía.
Walter Matthau se sitúa en las antípodas del héroe de acción típico del cine policíaco. Su manera de interpretar a Garber es, exactamente esa: concienzudo, frío, burlón, y con el suficiente cerebro y dominio de sí mismo como para convertirse en un adversario a la altura de un Señor Azul a quien da vida de un modo espléndido Robert Shaw, un criminal frío e inteligente que hace realidad esa máxima hitchcockiana de que cuanto mejor es el malvado, mejor es la película. Martin Balsam, que encarna al maquinista despedido que aporta el conocimiento técnico al grupo de secuestradores, es siempre capaz de mostrar que su personaje no es un criminal por naturaleza, sino alguien empujado al delito por las circunstancias. Héctor Elizondo, en cambio, interpreta a un psicópata con todas las letras, y lo hace de un modo convincente. Earl Hindman, un actor conocido por sus trabajos televisivos, es el más discreto de los miembros del comando, pero no desentona. Como el guión trata muy bien a los secundarios, podemos deleitarnos con las interpretaciones de Tony Roberts, implacable asesor del alcalde, de Tom Pedi como supervisor del metro a la vieja usanza, de Jerry Stiller como policía de mirada escéptica o de la veterana Louise Larabee, que en su penúltima interpretación en la gran pantalla encarna a una alcohólica a quien todo el drama pasa inadvertido en su borrachera. Dick O´Neill, otro actor a quien recordamos por sus trabajos en la pequeña pantalla, es otro de los intérpretes que no desperdicia las oportunidades de lucimiento que le otorga el libreto.
Sin duda, uno de los grandes films policíacos de los maravillosos, cinematográficamente hablando, años 70. Pelham 1,2,3 fue objeto de un remake casi un cuarto de siglo después de su estreno. No he visto esa película, porque ni tan sólo entiendo que alguien viera la necesidad artística de hacerla. Prefiero ver varias veces más la original, porque es casi perfecta.