THE BELL BOY. 1918. 23´. B/N.
Dirección: Roscoe Fatty Arbuckle; Guión: Roscoe Fatty Arbuckle; Director de fotografía: George Peters y Elgin Lessley; Montaje: Herbert Warren; Producción: Joseph M. Schenk, para Comique Film Company-Paramount Pictures (EE.UU).
Intérpretes: Roscoe Fatty Arbuckle (Fatty); Buster Keaton (El otro botones); Al St. John (Encargado); Alice Lake (Manicurista); Joe Keaton, Charles Dudley.
Sinopsis: Fatty trabaja como botones de un hotel en el que se suceden las situaciones desmadradas.
En las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, el elevado ritmo de producción mantenido por Roscoe Fatty Arbuckle se correspondía con el éxito de sus películas, hasta el punto de convertirle en el artista mejor pagado de Hollywood en una época en la que aún quedaba lejos el escándalo que cercenó su carrera. El botones es otro filme de dos rollos en el que Arbuckle repite con su habitual equipo de colaboradores, en lo que supuso un nuevo eslabón en su por entonces ininterrumpida cadena de éxitos.
No es que la película, escrita también por Arbuckle, tenga una estructura propiamente dicha, sino que más bien es una sucesión de gags, aunque hay que decri que varios de ellos rayan a gran altura. El botones contiene alguno de los momentos más divertidos de toda la carrera de Fatty, como el ascensor movido por tracción animal o la secuencia en la que el protagonista muestra sus dotes como barbero, convirtiendo a uno de los clientes del hotel en el que trabaja (es un decir), un hombre cuyo aspecto siniestro ha despertado el pánico de los empleados del establecimiento, en el general Ulisses S. Grant y en Abraham Lincoln, gracias a su destreza con las tijeras. El resto se mueve por los cánones del slapstick, con persecuciones, tortazos y caídas por doquier, exhibición de las habilidades circenses de los protagonistas y el inevitable romance, en este caso entre Fatty y una dama experta en hacer manicuras, que a causa del extraño funcionamiento del ascensor termina subida en la cabeza del alce que da nombre al hotel, después de que el otro botones sufriera idéntica suerte. Como es norma de la casa, el ritmo es frenético, por momentos literalmente atropellado, y no se le da respiro a un público cuya diversión es el gran, por no decir el único, objetivo. Si en Chaplin asoman las cuestiones sociales o políticas, Roscoe Fatty Arbuckle es el paradigma del entretenimiento por el entretenimiento. Su personaje es un grandullón, pero sólo en apariencia. En realidad, es un niño travieso que posee encanto pero saca lo peor de las personas serias y adultas. Al margen de esto, la pericia de Arbuckle como director es indudable, como puede apreciarse en la escena en la que, desprendida em plena cuesta arriba del caballo que la mueve, la carroza/locomotora inicia una vertiginosa marcha atrás en dirección al punto de partida. Hay que decir, eso sí, que las mejores ocurrencias cómicas se suceden en el primer tramo de la película, pues la conclusión, en la que Fatty y los otros dos empleados del hotel evitan un atarco real cuando su intención era simular uno para que el protagonista pudiera impresionar a la dama, es mucho más típico, si bien su aire alocado le beneficia sobremanera.
Roscoe Fatty Arbuckle insiste en el personaje que su numeroso público quería ver, un ser infantilizado, alérgico a la seriedad y con tanto gancho para buscarse problemas como pericia para salir de las situaciones más estrambóticas. Le acompaña de nuevo Buster Keaton, que en sus primeros cortos hace gala de una expresividad que demuestra que todavía estaba construyendo el personaje que le convirtió en mito del cine. Keaton, un prodigio físico, ya muestra en su actuación el temperamento decidido y enérgico, y también la extrañeza ante el mundo, que formarían para siempre parte de su genialidad. A Al St.John le favorece el no hacer de villano, sino de un encargado que es más cómplice que represor de sus disparados botones. Alice Lake se suma al juego del desmadre, lo que aleja del tópico rol femenino de las películas de Arbuckle, que en esto, como en tantas otras cosas, eran fiel reflejo de su época. De ahí la estupidez de juzgar su obra, como la de cualquiera, según unos cánones actuales de cuyo acierto o estupidez ya hablará el tiempo. Se me antoja que mal, pero esto es sólo una intuición.
Más de un siglo después de su estreno, los cortometrajes de Roscoe Fatty Arbuckle ofrecen más de veinte minutos de despreocupada diversión, lo cual es un magnífico bálsamo contra la rutina.