THE BIG COUNTRY. 1958. 163´. Color.
Dirección: William Wyler; Guión: James R.Webb, Sy Bartlett y Robert Wilder, basado en la adaptación de la novela de Donald Hamilton realizada por Jessamyn West y Robert Wyler; Director de fotografía: Franz F.Planer; Montaje: Robert Belcher y John Faure; Música: Jerome Moross; Dirección artística: Frank Hotaling; Producción: William Wyler y Gregory Peck, para United Artists (EE.UU).
Intérpretes: Gregory Peck (Jim McKay); Jean Simmons (Julie Maragon); Carroll Baker (Patricia Terrill); Charlton Heston (Steve Leech); Burl Ives (Rufus Hannassey); Charles Bickford (Henry Terrill); Chuck Connors (Buck Hannassey); Alfonso Bedoya (Ramón); Chuck Hayward, Buff Brady, Jim Burk, Dorothy Adams, Chuck Roberson, Roddy McDowall.
Sinopsis: Jim McKay es un antiguo capitán de barco que viaja al Oeste para casarse con su prometida, Patricia Terrill, hija de un poderoso terrateniente de la zona que está en continua disputa con Rufus Hannassey, líder de otro clan de ganaderos del lugar. McKay, hombre de maneras distinguidas y enemigo de la violencia, se verá envuelto en el conflicto entre clanes y tratará de imponer la cordura en un lugar cuyo destino más inmediato parece ser el derramamiento de sangre.
Horizontes de Grandeza es una de esas películas que ya no se hacen, un western épico que hace honor a su título tanto en el envoltorio como en el contenido. Cuenta, básicamente, la vida de un hombre civilizado e íntegro hasta la médula en mitad de unas tierras, las del Salvaje Oeste, en las que la forma de ser y de actuar de los hombres es muy distinta a la suya. Sin embargo, él, que ha recorrido medio mundo al mando de muchos barcos, está muy lejos de ser el señorito amanerado e indefenso que los demás, empezando por el capataz de su futuro suegro, Steve Leech, creen que es. No utiliza el lenguaje de la violencia no porque no lo domine, sino porque va contra sus principios. Nada más llegar a su destino, es humillado (hecho que acepta con la mayor compostura) por los hijos del clan enfrentado al de su prometida, y bien pronto se ve envuelto en una lucha que amenaza con convertir las bellas tierras en las que contraerá matrimonio en un polvorín. Despreciado por todos, incluso por Patricia, por negarse a hacer la continua ostentación de valentía y virilidad típica de los hombres del Oeste, sólo hallará comprensión en Ramón, el mexicano encargado de las caballerizas de los Terrill, y en Julie, maestra de la escuela local, nieta de un antiguo caballero de la zona y propietaria de unas tierras que los Terrill y los Hannassey desean adquirir para dar el paso definitivo hacia la eliminación del clan rival. Mientras las dos familias siguen provocándose, McKay empieza a demostrar, de un modo discreto, su adaptación a las costumbres del Oeste: primero, domando, ante los atónitos ojos de Ramón, a un caballo al que todos tenían por imposible, y después, convenciendo a Julie de que le venda sus tierras como única forma de evitar el enfrentamiento civil y, de paso, para ofrecérselas a Patricia como regalo de bodas. Sin embargo, ella reniega de Jim porque éste, al igual que hizo con los hijos de Rufus Hannassey, rehúye la pelea contra el capataz Leech cuando éste le humilla delante de todos. McKay se da entonces cuenta de que Patricia es una mujer vana y superficial que no le merece, pero decide comprar igualmente las tierras de Julie para establecerse en ellas como granjero. Sin embargo, la guerra entre los Hannassey y los Terrill, fruto de una rivalidad que dura varias generaciones, acaba resultando inevitable.
William Wyler ya había demostrado sobradamente a lo largo de su carrera ser un magnífico director de dramas y un hombre con un gran talento visual, pero quizá, hasta Horizontes de Grandeza, le faltaba llevar esas virtudes al nivel de la gran épica, al cine de los paisajes naturales majestuosos y las historias sobre un pasado legendario. Lo consiguió con este western estéticamente modélico y narrativamente poderoso, un film lleno de ambición cuyos resultados no desmerecen a sus intenciones, que participa de los valores de los grandes clásicos del género pero a la vez revisa sus cánones como ya estaban haciendo los tótems del western como Ford, Walsh o Hawks desde hacía unos pocos años. Esta historia de un hombre de principios indestructibles y voluntad de hierro enfrentado a un entorno hostil te atrapa desde la primera escena, y va añadiendo nuevos puntos de interés a medida que vamos conociendo a los personajes principales y las relaciones que les unen, un terreno en el que Wyler da lo mejor de su arte. El más importante de ellos es, naturalmente, Jim McKay, el forastero que se mantiene fiel a sí mismo contra viento y marea, un personaje que haría las delicias de cualquier actor y cayó en las manos del más idóneo para interpretarlo, un Gregory Peck que en muchos aspectos anticipa al Atticus Finch de Matar a un Ruiseñor, la cumbre de su carrera, y que se enamoró de la historia hasta el punto de coproducir la película. Su Jim McKay es un tipo de una sola pieza, honesto a carta cabal y convencido de que uno no ha de pasarse la vida intentando demostrar lo que es y pendiente de lo que piensen los demás. Se lo demostrará a un caballo, a dos mujeres, a un capataz que le detesta y a dos viejos terratenientes incapaces de aplacar el odio que se tienen. En ocasiones ha de recurrir a la violencia, pero siempre como último recurso, con discreción y sin ensañamientos. Sin embargo, lo que le hace imponerse a los demás es, simplemente, que es mejor que ellos, que es un caballero a la antigua usanza que nunca pierde las maneras pero no se detiene hasta conseguir lo que se propone. Y un tipo listo, que no pelea por la mujer que sólo quiere verle luchar por el mero y vacuo placer de ver cómo los machos se disputan sus favores, pero sí por aquélla que es capaz de sacrificarse para que no le ocurra nada malo. Realmente, Peck era el actor perfecto para un personaje que es un auténtico caramelo. Le dan la réplica una espléndida Jean Simmons, una Carroll Baker que nunca fue una gran actriz pero se desenvuelve bien dando vida a una mujer bella pero superficial y corta de miras, y un Charlton Heston que, además de ser todo testosterona, demuestra una vez más que sabía actuar. Mención especial para los jefes de los clanes rivales, un durísimo Charles Pickford y un Burl Ives que ganó un merecido Oscar por su papel de Rufus Hannassey, y también para Chuck Connors, que nunca estuvo mejor que interpretando al pendenciero, débil y embrutecido primogénito de Rufus.
Un western de los grandes necesita, para llegar a serlo, brillar en la fotografía y en la música. Franz Planer y Jerome Moross se encargan de ello haciendo unos trabajos que ensalzan la labor de un fantástico cineasta como Wyler, que aquí hace gala de un virtuosismo en la filmación de espacios abiertos que pocos directores han podido igualar. Estamos ante uno de los grandes westerns de la historia del cine, que quizá no es considerado como tal por muchos críticos por el simple hecho de no estar firmado por John Ford o Howard Hawks, ante una historia de mucho peso maravillosamente filmada, ante la película que más influyó en Akira Kurosawa para crear Yojimbo (luego plagiada por Leone en su primer spaghetti western), ante un film que fue el preludio de grandes momentos en las carreras de muchos de los que participaron en él, en especial de Peck, Simmons, Charlton Heston y el propio Wyler. Una película de las que ya no se hacen, dije al principio. Lo bueno es que ya están hechas, y que permanecen y permanecerán en el imaginario de todo buen cinéfilo.