Ya se sabe que el Nobel de la Paz hay que tomárselo con relatividad, por aquello de que una vez fue concedido a Henry Kissinger y, muchos años atrás, el mismísimo Adolf Hitler no anduvo muy lejos de obtenerlo. No obstante, a la concesión de dicho premio a la Unión Europea hay que darle cierto valor, aunque sólo sea porque bajo su manto las principales potencias del continente han vivido en paz durante más de medio siglo. Es de justicia reconocer, sin embargo, que este saludable estado puede estar en peligro antes de lo que muchos piensan. Dos factores claramente ligados entre sí, la crisis económica y el auge de los nacionalismos (cuya máxima expresión es el creciente apoyo electoral que obtienen las fuerzas de extrema derecha en buena parte del Viejo Continente) amenazan la estabilidad, e incluso la misma existencia, del proyecto común europeo. Desde luego, el rodillo alemán y las politicas económicas ultraliberales no contribuyen a ver a Europa como la solución, sino como una parte significativa del problema. El descontento social, especialmente patente en los países del Sur, sin duda los más castigados por la crisis económica y por las lentas y erráticas políticas que tratan, de momento en vano, de ponerle freno, es la consecuencia lógica de una mundialmente extendida forma de gobernar (o más bien de no hacerlo) entregada a los caprichos del gran capital, que se está llevando por delante a las clases medias (cuya bonanza económica es garantía de paz social y estabilidad política) y poniendo en peligro el modelo europeo basado en la igualdad, el reparto equitativo de la riqueza y los derechos sociales universales, con especial énfasis en la atención a los más desfavorecidos. Que a nadie se le olvide: la desigualdad, entre países y entre individuos, genera tempestades, y las cínicas llamadas de los privilegiados al sacrificio (de los demás, se entiende) y los actuales niveles de desempleo en la Unión Europea no pueden producir nada bueno. Alemania, cuyo papel en esta crisis (que también ha destapado importantes déficits democráticos, en especial en los países del Este) está siendo muy triste, y que se está mostrando carente de la altura de miras necesaria para ejercer su rol de primera potencia del continente primando los intereses de todos y no su exclusivo beneficio nacional, debe llevar a Europa por otros caminos, o ella misma se verá envuelta en el torbellino que tanto ha ayudado a crear. Una Europa fragmentada y de movimientos paquidérmicos como la actual está condenada al fracaso y a la irrelevancia. Desgraciadamente, el camino de los recortes, el desempleo, la falta de oportunidades y el incremento de la pobreza no puede conducirnos a otro escenario que ese. La solución es más Europa, pero sólo siempre que además sea mucho mejor.