LA GUERRE DU FEU. 1981. 98´. Color.
Dirección: Jean-Jacques Annaud; Guión: Gérard Brach, basado en la novela de J. H. Rosny Aîné; Dirección de fotografía: Claude Agostini; Montaje: Yves Langlois; Música: Philippe Sarde; Dirección artística: Clinton Cavers; Diseño de producción: Guy Comptois y Brian Morris; Producción: Dénis Heroux, John Kemeny, Véra Belmont y Jacques Dorfmann, para International Cinema Corporation-Ciné Trail-Belstar Productions-Stéphan Films (Canadá-Francia).
Intérpretes: Everett McGill (Naoh); Ron Perlman (Amoukar); Nameer El-Kadi (Gaw); Rae Dawn Chong (Ika); Gary Schwartz, Naseer El-Kadi, Franck-Olivier Bonnet, Jean-Michel Kindt, Kurt Schiegl, Brian Gill, Terry Fitt, Bibi Caspari, Peter Elliott, Michelle Leduc, Robert Lavoie, The Great Antonio, Hélène Grégoire, George Buza.
Sinopsis: En la Prehistoria, un grupo de neandertales sabe cómo conservar el fuego, pero no cómo crearlo. Por ello, después de una batalla con otra tribu durante la que el fuego que les cobija se apaga, tres hombres adultos parten hacia otro lugar donde encontrarlo.
Director con vocación de abordar proyectos ambiciosos, de amplio presupuesto y alcance internacional, Jean-Jacques Annaud encontró la llave que le llevó a conseguir sus metas gracias a su tercer largometraje, En busca del fuego, drama ambientado en la Prehistoria, en concreto en el período arqueológico conocido como Paleolítico Medio, que adapta una novela publicada a principios del siglo XX por el autor belga J. H. Rosny El Viejo. Esta coproducción franco-canadiense resultó ser un éxito mundial, aupada por el interés del público de distintas generaciones hacia un período histórico tan desconocido, al que el cine casi siempre se había acercado desde lo legendario, más que desde lo científico. No es que en este aspecto la película de Annaud, que llegó a lograr el Óscar al mejor maquillaje, sea un modelo de exactitud, pero sus virtudes como espectáculo cinematográfico son difíciles de discutir.
Al principio, un rótulo ubica al espectador en una trama que tiene lugar alrededor del año 80.000 antes de Cristo, y cuyos protagonistas son una pequeña tribu de neandertales, especie de homínidos extinguida varios miles de años después de la época en la que se desarrolla una película que parte de una hipótesis que la ciencia juzga errónea: que los neandertales, que tienen importantes similitudes genéticas con el Homo Sapiens, especie con la convivió durante largo tiempo, no eran capaces de hacer fuego, sino sólo de conservar encendido aquel que la Naturaleza, a través de distintos fenómenos, producía. Como esta cuestión es la que hace posible toda la película, es justo mencionarla, aunque hay que resaltar que En busca del fuego no es un documental, ni lo pretende. Las primeras escenas recuerdan el tercio inicial de 2001: Una odisea del espacio, obra que sin duda Annaud conocía muy bien. Un pequeño grupo de homínidos convive alrededor de una fogata, que es, junto a las pieles que visten, su única forma de protegerse del intenso frío que reina en el lugar en el que viven. Cuando su refugio es asaltado por otra tribu, deseosa de usurparles su espacio, la consecuencia, al margen de la muerte violenta de varios especímenes de ambos bandos, es que el fuego se apaga. El claro riesgo de que todos los supervivientes de la refriega mueran congelados empuja a tres adultos jóvenes de la tribu a lanzarse a explorar nuevos territorios en busca de un nuevo lugar cálido y seguro donde guarecerse.
El guión, obra del prolífico, y muchas veces brillante, Gérard Brach, incorpora elementos del cine de aventuras, e incluso de los films de intriga, a este drama paleolítico cuyo tema principal es la lucha por la supervivencia en circunstancias difíciles. El mérito del libreto es que en la pantalla nunca dejan de suceder cosas, esquivando con gran ingenio el enorme fantasma del aburrimiento en un film sin diálogos, en el que los personajes se comunican a través de unos gruñidos para cuya creación se recurrió al escritor inglés Anthony Burgess. Ya sea a través de la lucha contra las inclemencias climatológicas, contra animales salvajes o del encuentro con otras tribus, la película se desarrolla con agilidad, en especial a partir del decisivo contacto con una espécimen de Homo Sapiens a la que los tres neandertales libran de una muerte segura a manos de una tribu caníbal. Este punto también es científicamente cuestionable, pues no está probada esa superioridad intelectual de los Sapiens respecto a los neandertales que la película da por sentada. Conociendo a nuestra especie, y teniendo en cuenta que el motivo de la extinción de los neandertales, de quienes seguimos teniendo rasgos debido a la interacción sexual entre ambos grupos -aspecto que esta obra explora de manera significativa-, continúa siendo un misterio, quizá nuestra prevalencia deba más a la mayor capacidad para la violencia que a la materia gris. En todo caso, y volviendo al film, Annaud maneja bien los tiempos, se luce en algún que otro gran plano general, recurso que emplea en el prólogo y el epílogo de la película, y otorga al conjunto un notable sentido del espectáculo, lastrado por alguna concesión a la parodia que chirría ligeramente, y sobre todo a causa de un final complaciente que roza lo absurdo pero que, eso sí, seguro que fue fantástico para la taquilla. Más allá de las habilidades del director, hay tres aspectos técnicos de mucho nivel: la fotografía de Claude Agostini, en la que fue su tercera y última colaboración con Jean-Jacques Annaud, cuyo mérito hay que reconocer si tenemos en cuenta la naturaleza del film, plenamente de exteriores e iluminado, por razones obvias, con luz natural; la música de Philippe Sarde, omnipresente debido a la ausencia de diálogos y capaz de la belleza, de la épica y, en algún momento puntual, del toque de comedia, y el aspecto más alabado de todos, el maquillaje, en el que se invirtió mucho presupuesto (y, con toda probabilidad, un gran número de horas de trabajo) y que, dadas las enormes semejanzas entre los protagonistas y las reproducciones de los neandertales que la ciencia ha sido capaz de proporcionarnos, sólo cabe calificar de éxito absoluto.
Los actores, todos ellos prácticamente desconocidos, debieron enfrentarse a la rudeza de los parajes canadienses, kenianos y escoceses en los que se rodó la película, a una laboriosa caracterización y a la necesidad de resultar expresivos sin poder utilizar la palabra, pero en general superan el reto con buena nota. Everett McGill, carismático secundario, asume el único rol protagonista en su breve carrera, y lo cierto es que a su labor pueden ponérsele muy pocos peros, por su desempeño físico y su expresividad. Ron Perlman asume el papel más tópico, pues su personaje es el prototipo de espécimen rudimentario y primitivo que el imaginario popular (es decir, la inagotable vanidad de nuestra especie) asocia a los neandertales, pero él se emplea a fondo y logra incluso ser divertido. El conocido actor turco Nicholas Kady, aquí acreditado bajo su nombre auténtico, es el tercer eslabón del trío protagonista, y el que peor lidia con el espectro de la sobreactuación. Rae Dawn Chong, actriz canadiense muy en boga en los 80, asume un papel muy complicado en lo físico, y al que además se deja el encargo de mostrar más inteligencia y sensibilidad que los rudos neandertales, y hay que decir que su cuasidebut en la gran pantalla es de un nivel notable. El resto de secundarios aparecen más bien poco, ofreciendo una labor en general correcta.
Rigor científico al margen, En busca del fuego es un notable film sobre una época semidesconocida, en el que Annaud consigue que el espectador empatice con esos seres quizá simiescos, pero valerosos y, a la postre, desvalidos en un mundo que estaban aún muy lejos de conquistar. Sin duda, una obra referente en lo que a la Prehistoria cinematográfica se refiere.