THE LONELINESS OF THE LONG DISTANCE RUNNER. 1962. 104´. B/N.
Dirección: Tony Richardson; Guión: Allan Sillitoe, basado en su relato corto; Dirección de fotografía: Walter Lassally; Montaje: Antony Gibbs; Música: John Addison; Diseño de producción: Ralph Brinton; Dirección artística: Ted Marshall; Producción: Tony Richardson, para Woodfall Film Productions (Gran Bretaña).
Intérpretes: Tom Courtenay (Colin Smith); Michael Redgrave (Gobernador); Avis Bunnage (Mrs. Smith); Alec McCowen (Brown); James Bolam (Mike); Joe Robinson (Roach); Dervis Ward (Detective); Topsy Jane (Audrey); Julia Foster (Gladys); Frank Finlay, Edward Fox, James Fox, Robert Percival, Peter Madden.
Sinopsis: Colin es un joven de clase obrera que va a parar a un reformatorio después de haber robado en una panadería. Una vez allí, se dedica a entrenar para una importante carrera interescolar mientras recuerda cómo era su vida antes del internamiento.
A la sombra de la nouvelle vague francesa surgió en Inglaterra un movimiento cinematográfico bastante similar, el free cinema. Tony Richardson, director proviniente de la televisión, se había hecho célebre en 1959 (el mismo año en que se estrenó Los cuatrocientos golpes) al dirigir la obra emblemática del movimiento, Mirando hacia atrás con ira, que supuso la rampa de lanzamiento para muchos actores, guionistas y cineastas británicos que, a su vez, contribuyeron en no pequeño modo a la explosión cultural vivida en Inglaterra durante la década de los 60, la cual tuvo su epicentro en el swinging London, símbolo de la modernidad y el estilo. La rama cinematográfica de esta explosión de talento vivida en Inglaterra hace más o menos medio siglo no dejó una huella tan profunda como la que produjeron la música o la moda, pero la lista de talentos del celuloide surgidos en la época aún hoy causa sensación.
Esta película, como el otro film de Richardson citado, nos habla de una juventud insatisfecha, los angry young men, una generación nacida en las penurias de la posguerra y que, al alcanzar la adolescencia, se dio cuenta de que el mundo que les había sido destinado se les quedaba muy pequeño, que tenían que cambiar la sociedad conservadora y clasista que habían heredado, aunque aún no tuvieran ni idea de cómo hacerlo. Uno de estos jóvenes es Colin, crecido en un hogar infeliz de clase obrera y a punto de entrar en una edad adulta que a buen seguro le deparará el mismo destino que a su padre: trabajar como una bestia a cambio de una miseria para, al final, morir entre terribles dolores. Colin es un gran corredor, un proyecto de atleta de élite, pero no consigue correr lo bastante rápido como para evitar que la policía le atrape después de haber robado en una panadería. El muchacho, rebelde e introvertido, acaba en un reformatorio en el que sus dotes atléticas no pasarán desapercibidas. Periódicamente se celebran campeonatos interescolares, y el gobernador del correccional ve en Colin a la persona que ganará la carrera de cross que ha de enfrentar a los jóvenes de la institución que dirige contra los de un prestigioso colegio privado. Colin entrena sin parar la carrera, haciendo creer a todo el mundo que lo que más le preocupa es vencer y demostrar a todos lo que vale, pero en el fondo a él no le importa ganar sólo para complacer a otros.
La primera pregunta a la que un comentarista ha de enfrentarse ante una película estrenada medio siglo atrás, y entonces considerada como muy moderna, es si la obra ha envejecido bien. Y así es. Su frío blanco y negro, tan acorde con los grises paisajes británicos y con el aún más gris panorama que tienen ante sus ojos los jóvenes de clase obrera, la rabia proletaria y el inconformismo que supura, el buen trabajo de los actores y la verosimilitud de las situaciones que se nos narran hacen que la película parezca mucho menos antigua de lo que realmente es. El inconformismo de los jóvenes, la incertidumbre del tránsito a la vida adulta, la sempiterna falta de dinero, las ganas de no ser devorados por el círculo del empleo-bodas-hijos-enfermedad-muerte, siguen ahí, en todas partes, cincuenta años después. También las cosas agradables de la vida adulta, como las visitas a pubs o las escapadas en agradable compañía femenina, suponen aún hoy el imprescindible contrapunto a la tediosa rutina. Pero Colin sabe que, en el fondo, lo que le prometen, lo que el mundo tiene reservado para él, es una estafa: ha visto a su padre dejarse la piel por un sueldo miserable; a su madre, insatisfecha y dotada de un terrible sentido práctico. Sabe que la gente como él está destinada a vivir así, a una existencia infeliz que confía en un golpe de suerte que nunca llega. Dos escenas definen muy bien la manera de ver el mundo de Colin: la primera, narrada en forma de publireportaje televisivo, muestra a su madre gastando el dinero recibido como compensación por la muerte del marido como la burguesa que siempre quiso ser y nunca será; la segunda, muestra a Colin y su mejor amigo escuchando un patriótico y fervoroso discurso televisivo de un político conservador. Harto de oír tanto palabreo barato, Colin baja el volumen de la televisión hasta hacer inaudibles las palabras del orador, y los dos amigos ríen a carcajadas cuando, gracias a ese gesto, descubren lo que había detrás de tanta verborrea: un vacío absoluto y ridículo. Colin ve también que, así en el reformatorio como en la vida, los demás te tratan mejor cuando haces lo que ellos quieren y te creen domesticado. Él, sin embargo, sabe lo que le espera si vive su vida al gusto de otros, y planea un gesto insólito que tal vez cambie su destino, pero en todo caso demostrará a todo el mundo que no va a dejarse utilizar y que hará lo que pueda para que las cosas funcionen de otra manera, y no sólo para él. Para que esto quede claro, la película no escatima esfuerzos para hacernos ver la manera absolutamente inadecuada, paternalista e hipócrita, que tenía la sociedad británica de la época de tratar a sus jóvenes generaciones, pertenezcan éstas a la clase social que sea.
La estructura del film, y eso es mérito de Richardson, es muy acertada, en especial la introducción de continuos flashbacks durante los entrenamientos y los ratos muertos de Colin en el reformatorio para explicarnos cómo era su vida anterior. El estilo visual, atrevido para la época y luego visto hasta la saciedad, basado en el montaje sincopado, alcanza su cénit durante el clímax del film, es decir, en la carrera final. La música de John Addison, más jazzística en los entrenamientos de Colin, y harto más clásica en el resto de escenas, tampoco desentona en esta película en la que es preciso destacar la interpretación angulosa y compleja, quizá la mejor de toda su carrera junto al Pasha de Doctor Zhivago, de Tom Courtenay en el papel de Colin, protagonista absoluto del film. Del resto de actores, destacar por supuesto a Michael Redgrave en el papel del gobernador del reformatorio, todo un ejemplo de flema británica y de hombre que cree tenerlo todo bajo control… hasta que Colin decide demostrarle que no es así.
En resumen, una muy buena película, con momentos de gran cine y muchos puntos de interés para el espectador de esta época. Una de esas películas que, superado su impacto inicial, han acabado convirtiéndose en clásicos.