Confieso que últimamente ando reacio a comentar la realidad política, por no repetirme demasiado y porque no siento simpatía hacia las cosas que apestan, que son casi todas en ese paisaje. No obstante, y dado que hoy se vota en el Parlament el inicio del proceso que convertirá a Catalunya en el país de las maravillas, voy a exponer mi opinión sobre el particular: en Catalunya, hay un importante número de personas que se sienten exclusivamente catalanas, lo cual respeto; existen otras personas, en un porcentaje menor que el anterior pero nada insignificante, que se sienten únicamente españolas, lo que es igual de respetable. La mayoría de la población, cuando le preguntan, manifiesta sentirse, en mayor o menor grado, catalana y española. Una parte, yo diría que no pequeña, de esta mayoría, en la que me incluyo, dice que se siente tan catalana como española por no decir que no se sienten ni una cosa ni la otra, ya que la rojigualda y la estelada nos producen la misma emoción que el visionado de un documental sobre el proceso de envasado del ketchup. Yo ya decidí lo que quiero ser, barcelonés y europeo. Catalunya y España son dos accidentes que hay de camino entre una y otra, las dos caras de la misma moneda prepotente, ignorante, corrupta hasta el tuétano y estrecha de miras. Reconocerme como parte de uno de estos sujetos soberanos me produce bastante más reparo que orgullo. Vivo aquí, lo cual asumo con resignación. Eso sí, cuando alguien me ofrezca decidir sobre qué medidas son las más idóneas para reducir el desempleo y la pobreza, o para acabar con la corrupción, lo haré gustoso.