Tercera píldora, indicada para ser leída tras una breve ojeada al álbum de fotos familiar.
PANDEMIA
No puedo afirmarlo con certeza, pero si hago caso a lo que dicen mis padres, que nunca mentirían sobre tan trascendental dato, nací el catorce de abril de mil novecientos setenta y tres, justo a tiempo de chafarles las vacaciones de Semana Santa. A eso se le llama precocidad.
A mi madre aún le gusta recordar los sufrimientos que le ocasionaron mis continuos lloros, tan continuos que durante mi primer año de vida sólo estuve un día sin llorar, el veinte de diciembre para ser exactos. Sí, ya sé, fue el día que liquidaron a Carrero Blanco pero, pueden creerme, se trata de una simple coincidencia, por más que a mi padre la circunstancia no le pasara desapercibida: “Habrá que matar a uno de esos cada día para que el niño se calle”, repetía a cada nuevo despliegue lacrimal. Por suerte, ningún familiar tomó la frase en sentido estricto, ahorrándome así el trauma de ser el causante directo del ingreso en el mundo del terrorismo de algún pariente cercano.
Al cumplir tres años dejé de llorar, y no volví a hacerlo hasta que me prohibieron hacer la primera comunión, al descubrir el anciano sacerdote de la parroquia un buen número de pareados guarros escritos con letra infantil en mi libro de catequesis. La causa de mis lágrimas no fue el verme excluido de tan horrible ceremonia; lo que de verdad me hundió fue perder la pasta que iba a conseguir a cambio de que toda la parentela pudiera verme hacer el ridículo vestido de marinerito, pasta que un servidor pensaba destinar a comprar todos los tebeos de Mortadelo y Filemón que aún no habían caído en sus ya afiladas garras.
Del resto de mi existencia, tan austera en lágrimas como pródiga en desgracias, sólo diré que aún no he logrado hallar la manera de conseguir los tebeos sin hacer la comunión, extraña enfermedad que comparto con cientos de millones de seres humanos y para la que la ciencia, por el momento, no ha encontrado un remedio adecuado.