ANGEL HEART. 1987. 109´. Color.
Dirección: Alan Parker; Guión: Alan Parker, basado en la novela Falling Angel, de William Hjortsberg; Dirección de fotografía: Michael Seresin; Montaje: Gerry Hambling; Música: Trevor Jones; Dirección artística: Armin Ganz y Kristi Zea; Diseño de producción: Brian Morris; Producción: Alan Marshall y Elliott Kastner, para Carolco International (EE.UU.).
Intérpretes: Mickey Rourke (Harry Angel); Robert De Niro (Louis Cyphre); Lisa Bonet (Epiphany Proudfoot); Charlotte Rampling (Margaret Krusemark); Stocker Fontelieu (Ethan Krusemark); Brownie McGhee (Toots Sweet); Michael Higgins (Dr. Fowler); Elizabeth Withcraft (Connie); Eliott Keener (Detective Sterne); Charles Gordone, Dann Florek, George Buck, Judith Drake, Pruitt Taylor Vince, Rick Washburn, Jarrett Narcisse.
Sinopsis: Harry Angel, un detective neoyorquino de poca monta, recibe el encargo de localizar a Johnny Favourite, un crooner famoso antes de la Segunda Guerra Mundial que desapareció una vez finalizada ésta. Su búsqueda, que va dejando tras de sí un reguero de cadáveres, le lleva hasta Nueva Orleans.
Siendo adolescente, El corazón del ángel fue una de las películas cuyo visionado más me impactó, y también una de las responsables de que me enganchara al cine, bendita droga que endulza mis días desde entonces. Por tanto, que nadie espere objetividad en esta reseña. Bien es cierto que muchas películas que de joven te cautivaron, vistas varias décadas después te decepcionan al revisarlas. Con esta obra jamás me ha ocurrido.
Película turbia e inquietante como pocas, que se traslada del helado Brooklyn a la tórrida Nueva Orleans y se sitúa en el año 1955, El corazón del ángel se basa en una novela que, sin ser nada del otro mundo, aporta numerosos elementos que facilitaban que a partir de ella pudiera crearse un thriller potente. Dos ciudades tan adecuadas para el cine negro como Nueva York y Nueva Orleans, un detective privado, un misterioso encargo, secretos por doquier, mucha humedad, varios crímenes, vudú y magia negra, blues y un sinfín de preguntas que se responden en un desenlace de lo más impactante. No estamos, quede claro, ante un homenaje al cine negro clásico, sino ante una reformulación y modernización de sus cánones, lo que convierte a esta película en un film muy de los ochenta, pese a estar ubicado temporalmente tres décadas antes. Aquí, por ejemplo, el glamour brilla por su ausencia: todo es oscuro y sucio, empezando por el sempiterno desaliño indumentario del protagonista; el lujo se ve sustituido por perros y gatos callejeros que se pasean entre cadáveres por callejones miserables (esto ocurre en los créditos iniciales, para que lo que vendrá ya le pille a uno avisado), el Harlem más pobre, una playa sucia y solitaria, gallineros, cuadras, sangrientos rituales de vudú, tugurios donde los bluesmen cantan su desgracia o su lujuria y habitaciones de hoteluchos con goteras. En mitad de todo eso, un detective que se mueve bien por el fango (seguramente, porque jamás ha conocido otra cosa) en busca de un crooner que tuvo cierto éxito en los primeros años cuarenta, sufrió heridas de guerra y desapareció del mapa, lo cual no gustó a Louis Cyphre, un inquietante personaje con el que Johnny contrajo una deuda que no quiso pagar. A medida que Harry va siguiendo el rastro del cantante, se va adentrando en un mundo cada vez más tenebroso, simbolizado por un ascensor que siempre baja (a este respecto, conviene no perderse los créditos finales) y sembrado de cadáveres, lo que hace que la policía sospeche del detective, y que éste se vea también perseguido por esbirros de personas interesadas en verle desaparecer, tal como hizo Johnny.
Menos sutileza, la película tiene de todo. Es truculenta, efectista y tiene un guión bien surtido de trampas, pero también una fuerza rara de ver en el cine. A lo largo del metraje se nos van mostrando pistas sobre quiénes son de verdad Harry, Cyphre o Johnny, y los símbolos se acumulan: ventiladores, el ya mencionado ascensor, el huevo, las goteras de sangre, las gallinas o la infinidad de elementos relacionados con el vudú y la magia negra nos explican lo que está ocurriendo (y lo que ocurrirá) con una precisión que las palabras esconden. Y, aún así, las escenas finales son de verdadero impacto. A nivel visual, Alan Parker es un excelente director, que en la época en que llevó al cine El corazón del ángel se encontraba en la cúspide, tanto artística como comercial, de su carrera. Él aporta mucho para que su película sea una obra inspirada y fascinante, que seguramente por motivos morales no tuvo el éxito que merecía, al menos en Estados Unidos. Demasiada oscuridad, demasiada sangre y demasiado sexo para los mojigatos, supongo. Tampoco Parker quiso suavizar el producto, más bien al contrario, y cinemato-gráficamente, su apuesta triunfa. A nivel técnico, la película es fantástica: tanto la labor de montaje, como la de Michael Seresin en la fotografía, como la música de Trevor Jones, quizá en su mejor trabajo para el cine (la música es muy importante en el film,. no sólo porque el centro de la trama es un cantante, sino por el gran peso del blues y por esos saxos que tan bien toca Courtney Pine), son dignos de los mayores elogios. El arte de todos ellos produce grandes escenas, como lo son todos y cada uno de los encuentros entre Harry y Cyphre (nunca un huevo resultó tan inquietante en una película), así como los que el protagonista tiene con el doctor Fowler, el guitarrista Toots Sweet o la enigmática Margaret Krusemark. No faltan toques de humor negro, ni una escena de sexo que se cuenta entre las más sucias (en todos los sentidos) que ha producido Hollywood. Y las escenas finales son antológicas. Uno agradece todas las trampas del guión cuando ve hacia dónde llevan.
En cuanto a los actores, Mickey Rourke dio la que tal vez es la mayor muestra (y quizá la última) de un talento inmenso que él mismo se encargó de tirar por la borda. Su personaje, una especie de reverso siniestro y desaliñado de Bogart, le da pie para mostrar todo su talento y todo su carisma, que no eran pocos y que aquí le permiten conquistar al espectador, pese a que tanto su aspecto exterior como su interior son más bien repulsivos. Robert De Niro es un grande de la interpretación, y las escasas escenas en las que aparece son inolvidables. Su personaje es uno de los más agradecidos que pueden ofrecérsele a un actor, y él le da todo lo que necesita para convertirlo en una referencia. De Lisa Bonet es preciso destacar tanto su belleza como su valentía al aceptar el papel de Epiphany, que a la larga fue más un obstáculo que un trampolín para su carrera, y de Charlotte Rampling, que su interpretación es tan elegante y acertada como de costumbre. El resto de secundarios cumplen muy bien con sus papeles y, en definitiva, contribuyen a que ésta sea una película fundamental en una década que cinematográficamente fue bastante peor que la anterior. Veintitantos años después, me sigue pareciendo tan buena como cuando se estrenó.