JUDGMENT AT NUREMBERG. 1961. 182´. B/N.
Dirección:Stanley Kramer; Guión: Abby Mann, basado en una historia escrita por él mismo; Dirección de fotografía: Ernest Laszlo; Montaje: Frederic Knudtson; Música: Ernest Gold; Diseño de producción: Rudolph Sternad; Producción: Stanley Kramer, para Roxlom Films Inc.-United Artists (EE.UU.).
Intérpretes: Spencer Tracy (Juez Haywood); Burt Lancaster (Ernst Janning); Richard Widmark (Coronel Lawson); Marlene Dietrich (Mrs. Bertholt); Maximilian Schell (Hans Rolfe); Judy Garland (Irene Hoffman); Montgomery Clift (Rudolph Petersen); William Shatner (Capitán Byers); Werner Klemperer (Emil Hahn); Kenneth McKenna (Juez Norris); Torben Meyer (Werner Lampe); Joseph Bernard, Alan Baxter, Edward Binns, Karl Swenson, Ray Teal.
Sinopsis: El veterano juez Haywood es enviado a Alemania para participar en el proceso penal abierto contra cuatro jueces que ocuparon importantes cargos (uno de ellos fue ministro de Justicia) durante el Tercer Reich.
Es difícil hablar sólo de cine cuando se comenta una obra cinematográfica como Vencedores o vencidos, que ya nació con el propósito de ser más que una película. Su director y artífice, Stanley Kramer, había producido varios films de éxito y, a mediados de los cincuenta, iniciado una carrera como director cuyo cénit se encuentra seguramente en este mayestático proyecto sobre los juicios de Nuremberg, ciudad en la que se celebraron las mayores concentraciones del NSDAP y en la que tras el final de la guerra fueron juzgadas muchas de las más importantes figuras del régimen nazi. Nada más iniciarse el film (con prólogo y epílogo musical, fórmula que posteriormente David Lean repitió en algunas de sus más brillantes películas), Kramer se permite el gustazo de hacer volar de un bombazo una esvástica de piedra. Justo después, el protagonista, un veterano juez, recorre a bordo de un automóvil las calles de Nuremberg, cuyo aspecto en 1948 podía parecer ruinoso, pero que era mejor que el que merecieron tener, es decir, el que los romanos dieron a Cartago. Se juzga a cuatro importantes juristas del Tercer Reich, y con ellos a todo el sistema penal del nazismo y, por extensión, a todo el pueblo alemán, culpable del mayor y más planificado genocidio de la historia de la humanidad. La mirada del juez Haywood es limpia: es ya un hombre viejo, honesto, que sólo ha salido de América en una ocasión y que ha vivido la guerra desde su país. Escucha los alegatos e interrogatorios del coronel Lawson, que ejerce de fiscal en el proceso y estuvo al mando de las tropas que liberaron Dachau, y del abogado Rolfe, defensor de Ernst Janning, eminente jurista que llegó a ser ministro de Justicia en tiempos de Hitler. Ambos letrados defienden su criterio con pasión: Lawson desea que sobre los criminales nazis recaigan las más duras condenas, y Rolfe que se juzgue a los acusados por lo que ellos, y no los máximos jerarcas nazis, hicieron, y también que Alemania vuelva a tener futuro después de la barbarie. Mientras transcurre el juicio, Haywood tiene tiempo de hacer algo de vida social en la ciudad, y conoce a la señora Bertholt, viuda de un general alemán condenado a muerte en un juicio previo, en el que el propio coronel Lawson ejerció de fiscal. Quizá la primera parte del film se vea lastrada por un formato excesivamente teatral, o porque los inicios del juicio no estén rodados de forma demasiado ágil, pero la aparición sobre el estrado de diversos personajes, así como la proyección de películas grabadas justo después de liberar los campos de concentración de Dachau y Bergen-Belsen, le dan a la película una profundidad tremenda, a la altura de sus elevadas pretensiones. El primer punto álgido es la intervención de Rudolph Petersen, esterilizado de acuerdo a las Leyes de Nuremberg, que los juristas procesados elaboraron e hicieron cumplir. Aquí las maldades del régimen nazi (entre las que las esterilizaciones selectivas, que también fueron aplicadas por otros gobiernos, como por ejemplo el sueco, durante décadas, no destacan especialmente) empiezan a tener rostro y dejar lo abstracto. Detrás de la locura de Hitler y del fiero fanatismo de su núcleo duro de colaboradores, hubo miles, millones de personas que, por acción u omisión, fueron corresponsables de sus crímenes y ayudaron, con notable eficacia digna de mejor causa, a que la maquinaria de destrucción nazi alcanzar cotas jamás vistas hasta entonces. Y hubo millones de víctimas de esa locura colectiva. Más tarde sube al estrado Irene Hoffman, en su momento protagonista de un vergonzante proceso (el caso Feldenstein) en el que se buscó un chivo expiatorio (judío, naturalmente) para la más eficaz aplicación de las leyes de pureza racial. Ernst Janning fue el juez de aquella farsa y, aunque en principio su actitud ante su propio juicio es la de un distinguido y aristocrático convidado de piedra, finalmente toma la palabra al ver cómo su abogado, para defenderle, utiliza contra Irene Hoffman los mismos sucios argumentos por los que una vez él la condenó. Y el discurso de Janning es sin duda uno de los más potentes de la historia del cine. A partir de ahí, todo queda visto para sentencia… aunque las cambiantes circunstancias internacionales y el inicio de la Guerra Fría enturbien la acción de la justicia.
He hablado de excesiva teatralidad, sobre todo al principio. También de que la película, que a lo largo de sus tres horas de metraje tiene varios puntos culminantes estratégicamente distribuidos, consigue estar a la altura de sus altas pretensiones, que no eran otras que ser la película definitiva sobre la barbarie nazi y la manera en que ésta debía valorarse por la posteridad. Más allá de eso, y de un acabado técnico más que correcto (durante el juicio Kramer juega mucho con la cámara, quizá para evitar la susodicha teatralidad, pero a veces se excede) el film es una obra maestra por la letra (y esto lo dice alguien a quien el cine discursivo, en general, no le apasiona), y también por sus intérpretes. Es difícil destacar a uno, porque todos están magníficos. Quizá Maximilian Schell, que fue el que se llevó el Oscar por su interpretación, esté algo sobreactuado, pero su trabajo es muy bueno de todas formas. Spencer Tracy, en cuyos últimos grandes logros en el cine tuvo mucho que ver Stanley Kramer, está tan intenso, tan profundo y tan natural como en esa obra maestra llamada El último hurra; Richard Widmark, uno de mis actores favoritos, está soberbio como casi siempre y es el fiscal que uno jamás querría tener en caso de ser acusado de algo; Marlene Dietrich aporta la fuerza de su mirada y ese carisma por cuya mitad muchos actores soñarían, y tanto Judy Garland como Montgomery Clift, entonces envueltos en duras crisis personales, dan vida con gran verosimilitud a dos seres destruidos por un régimen despiadado. Dejo para el final a Burt Lancaster, que asiste al juicio con una impasibilidad y un desdén aristocrático que parecen prefigurar a su príncipe de Salina, pero que en cuanto abre la boca llena la pantalla con su imponente presencia y con unas poderosas palabras (lo son tanto, que la fuerza de su discurso no es menos intensa que las horribles imágenes de los campos de concentración) dichas con singular maestría. Gracias a todos estos magníficos actores, y a los diálogos que les escribieron, esta película es especial, y posee un inmenso valor ético que aumenta, si cabe, al denunciar las presiones que las máximas autoridades estadounidenses ejercieron para que los juzgados en Nuremberg fueran castigados con penas lo más leves posibles, para con ello granjearse las simpatías de los alemanes (ninguno de los cuales sabía nada de los campos de concentración, por supuesto) de cara a una nueva guerra, la que ya empezaba a librarse contra el comunismo, en la que su apoyo sería decisivo. Quizá Vencedores o vencidos sea la película definitiva sobre una cualidad tan rara en la especie humana como la integridad, y una de las que mejor retratan las atrocidades que pueden llegar a cometerse en nombre del patriotismo. En todo caso, es una obra de obligatorio visionado para todos los aficionados al cine, y una lección de Historia.