FESTEN. 1998. 103´. Color.
Dirección: Thomas Vinterberg; Guión: Mogens Rukov y Thomas Vinterberg, basado en una idea de este último; Dirección de fotografía: Anthony Dod Mantle; Montaje: Valdis Oskarsdottir; Música: Lars Bo Jensen; Producción: Birgitte Hald, para Nimbus Film (Dinamarca).
Intérpretes: Ulrich Thomsen (Christian); Thomas Bo Larsen (Michael); Henning Moritzen (Helge); Paprika Steen (Helene); Birthe Neumann (Else); Trine Dyrholm (Pia); Helle Dolleris (Mette); Therese Glahn (Michelle); Klaus Bondam (Maestro de ceremonias); Bjarne Henriksen (Kim); Gbatokai Dakinah (Gbatokai); Lars Brygmann (Recepcionista); John Boas, Erna Boas. Lasse Lunderskov.
Sinopsis: Una familia de la alta burguesía danesa se reúne para celebrar el sextuagésimo aniversario del patriarca. La fiesta se convierte en algo muy distinto a lo planificado cuando uno de los hijos de la familia revela que su padre violó durante años tanto a él como a su hermana gemela, recientemente fallecida.
Celebración fue la primera película hecha según los cánones establecidos en el manifiesto Dogma, cuyos firmantes se proponían hacer películas sin artificio (lo cual estaría muy bien, de no ser porque quizá sea este el principal ingrediente del cine). En todo caso, este manifiesto contribuyó al debate sobre cómo deben hacerse los films, cosa siempre interesante, y puso los focos sobre una de las cinematografías más ricas de Europa en las últimas dos décadas, la danesa. Si el Dogma como tal presenta los nada despreciables inconvenientes de un voto de castidad, es justo reconocer que bajo su influencia (casi nunca bajo su estricto cumplimiento, eso sí) se han producido un puñado de películas de gran interés, entre las que Celebración ocupa un lugar de los más relevantes.
Si hay una influencia que se aprecia fácilmente en esta obra es la de Luis Buñuel, experto en mostrar las miserias que se esconden bajo las alfombras de la burguesía. Este es el tema principal del film de Vinterberg, que hace hincapié, con escasas concesiones a la sutileza, en la doble moral, en la hipocresía y en las muy vulgares debilidades de unos personajes de clase alta. Vinterberg, como Buñuel, parece decirnos: «Olvidaos de las pajaritas, los smokings y los vestidos de noche: encerrad a un grupo de personas en una mansión, dadles alcohol y veréis cuán miserable es en realidad el ser humano, por mucho dinero que tenga». En las clases bajas (el cocinero, las camareras) aún queda algo de nobleza, aunque mezclada con el resentimiento de clase; más arriba, es difícil salvar algo de unos individuos sólo preocupados por las apariencias pero en absoluto mejores que aquéllos a quienes la suerte jamás ha sonreído. Eso sí, Vinterberg utiliza armas contundentes para hacer explotar una fiesta familiar: el reciente suicidio de una de las hijas de los anfitriones, y la afirmación, por parte de otro de los hijos (el único que ha conseguido triunfar en lo profesional), de que su padre violó durante años a dos de sus vástagos: la difunta y él mismo. Naturalmente, un poderoso muro de hipocresía no va a derrumbarse con una sola bomba, por muy potente que ésta sea: la denuncia es acogida con estupefacción, incredulidad, y un instintivo rechazo hacia el denunciante, porque alguien que trata de quebrar la armonía familiar no puede ser más que un hombre malvado, una oveja descarriada que no merece estar en el rebaño. La hermana de este hombre ha encontrado una carta escrita por la difunta, pero opta por guardarla para sí y no revelar su contenido. Aún así, la fiesta familiar acaba cayendo en el descontrol más absoluto, para desesperación del maestro de ceremonias alemán contratado para organizar el evento.
Celebración triunfa, más que por el Dogma, a pesar de él. Su guión es poderoso, su trama interesante y bien llevada consigue atraer al espectador y que éste asista al espectáculo de la miseria humana y se pregunte en qué desembocará. Lo demás, resta más que suma. La cámara en mano puede estar muy bien como recurso, pero como método cansa; la utilización de luz natural en ocasiones implica dificultades en el visionado de las escenas nocturnas; la ausencia de música, a excepción de aquellos pasajes en los que ésta forma parte de lo narrado, supone renunciar a un elemento enriquecedor. En definitiva, que un cierto grado de castidad puede ser hasta recomendable, pero no es ésta una virtud de la que convenga abusar.
Entre los actores hay de todo: excelentes intérpretes, y otros que dan la sensación de que pasaban por allí. En no pocas ocasiones, un buen actor profesional resulta más creíble que un amateur que se interpreta a sí mismo pero carece de tablas, y eso puede verse muy bien en una película como Celebración, que junta en el mismo espacio a unos y a otros. La suerte es que gran parte de los protagonistas interpretan muy bien su papel, empezando por Ulrich Thomsen, creíble y convincente en un rol complejo que funciona como detonante de todo lo que ocurre. Thomas Bo Larsen, brillante incorporando a un personaje que apenas podría ser más despreciable, Henning Moritzen como el todopoderoso patriarca cuya fachada se desmorona o Trine Dyrholm también llevan a sus personajes adonde deben. Los demás, entre lo correcto y lo discreto.
En suma, una gran película sobre el desmoronamiento de las apariencias, la hipocresía, el silencio ante el mal y la perversidad que tantas veces se esconde bajo máscaras honorables, que en lo formal se ve algo lastrada por seguir con tanta fidelidad los dictados de un manifiesto que en algunos aspectos es sencillamente anticinematográfico. No obstante, Celebración es un perfecto ejemplo de buen cine hecho con pocos medios, la receta ideal para un cine europeo que pocas veces puede competir con el americano en cuanto a músculo, pero que en manos de buenos directores como Vinterberg, sí puede hacerlo con el cerebro.