Anoche nos visitó un genio. Paco, el hijo de Luzia la portuguesa, criado en la algecireña calle de Barcelona, actuó en un Auditori Fórum lleno hasta la bandera y exhibió, una vez más, su talento único. Antes de él estuvieron Niño Ricardo, Sabicas y otros muchos, pero no es aventurado decir que Paco de Lucía significó para la guitarra flamenca lo que Jimi Hendrix para la eléctrica: después de él, todo su gremio quiso ser él. Hoy, su influencia y su talento permanecen intactos. A Paco de Lucía no se le discute, se le admira, porque es un artista con mayúsculas. Y si alguien cree que el flamenco no es arte, que vaya a un concierto suyo y calle para siempre.
Con un retraso de algo más de un cuarto de hora, el maestro se presentó en solitario ante su público, tal y como suele hacer al inicio de sus actuaciones. Finalizado el primer número, apareció sobre el escenario la parte más flamenca de su banda: los cantaores Rubio de Pruna y David de Jacoba, ese pedazo de percusionista apodado El Piraña y Farru, que en la primera parte del concierto se dedicó casi en exclusiva a las palmas y jaleos. Con ellos sobre las tablas, Paco de Lucía se lanzó a un inicio alegre, festivo y lleno de ritmo, que a la cuarta pieza se adentró en lo íntimo cuando sonaron las notas de Canción de amor. Aquí ya se había incorporado el resto de la banda: Antonio Serrano a la armónica y teclados, Antonio Sánchez a la segunda guitarra y Alain Pérez al bajo eléctrico. Hombre de pocas palabras, Paco de Lucía ha escrito una gran verdad: que el alma de la música es más probable que aparezca sobre un escenario que en un estudio de grabación. Por eso rodea su genio de músicos jóvenes, enérgicos y de muy alto nivel, capaces de seguirle en su perpetua búsqueda de lo perfecto. El repertorio se recrea, se desmenuza, se adorna y se modifica en lo que haga falta para encontrar la magia. Desde la platea, todo eso se sigue con expectación, admiración creciente y ocasionales arrebatos de entusiasmo ante las hazañas de Paco y sus músicos, empeñados en llevar el arte de las bulerías lo más lejos posible.
Como buen talento veterano, Paco de Lucía deja mucho espacio para el lucimiento de sus músicos. Y aquí, quizá, encontré el único aspecto que no me entusiasmó de la actuación: Farru es un bailaor fantástico, encandiló al público y derrochó poderío, pero por momentos la cosa pareció un concierto suyo. Bueno, pero no mejor que las más ajustadas intervenciones solistas de un excelso Antonio Serrano con la armónica, por poner uno de los varios ejemplos posibles. Porque anoche brilló, en dos voces, el cante; brilló el bajo, brilló (y cómo) el cajón y brilló, como no podía ser de otra manera, la guitarra, también en las manos de un Antonio Sánchez Palomo que demostró, por si alguien lo dudaba, que hay cantera. Estos músicos prodigiosos, estos virtuosos con alma, se despidieron del público con una excelente versión de Zyriab, quizá mi canción favorita de Paco de Lucía (hay otras muchas: La Barrosa, Sólo quiero caminar, Río Ancho…). Auditorio puesto en pie para ovación de gala y un único bis, que empezó con Entre dos aguas y nos deparó la aparición en escena de Parrita, cantante cuyo repertorio se aleja unos pasos de mis gustos musicales pero que, al lado de todos aquellos monstruos, lo hizo realmente bien. Conste que la aparición final de Parrita no me sorprendió del todo, pues de camino al concierto me la chivó un gitano que se paseaba por las terrazas del Fórum vendiendo gafas de sol.
Gloria a Paco de Lucía, renovador y al mismo tiempo guardián de la esencia del flamenco.
Lo que toca, y lo que hace sentir:
La Barrosa, allá por 1996: