Por las mañanas, en el metro, muchas personas que van hacia su trabajo leen libros, o el periódico, o escuchan canciones, o simplemente tratan de mantenerse despiertas. Yo suelo recurrir a la lectura de un libro para hacer más llevadero el trayecto, pero muchas veces, mientras camino por los pasillos, lo que mi cerebro me recita es un poema de Federico García Lorca:
LA AURORA (de Poeta en Nueva York)
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.