Según las últimas noticias, el régimen de Gadafi está viviendo sus horas finales. Sorprende el entusiasmo con que se vive esta situación en Occidente, cuando hasta las caídas de los regímenes de Túnez y Egipto los mismos líderes, periodistas y demócratas entusiastas que hoy se felicitan por el cambio se dedicaban a bailarle el agua al tirano libio. Veremos si efectivamente la suerte del coronel está echada y, en tal caso, qué sucede a partir de ahora. Quede claro que las revoluciones y cambios de régimen vividos en el mundo árabe en los últimos meses me producen más miedo que alegría, por cuanto estoy seguro de que las legítimas ambiciones democráticas de buena parte de los sublevados quedarán pronto sepultadas por una tiranía peor que las derrocadas ahora, la de los islamistas radicales, única oposición organizada a los regímenes depuestos. Eso, y el hecho de que en Túnez, Egipto y ahora Libia muchos de los principales colaboradores de los tiranos caídos se han recolocado convenientemente en las áreas de liderazgo de los triunfantes rebeldes, me llevan a sugerir a los optimistas que moderen su euforia, pues no sólo los dictadores llenan los cementerios: también lo hacen las buenas intenciones.