Este post no va sobre esos seres, turistas borrachuzos por más señas, que sabiamente deciden ahorrarle a la humanidad algunas décadas de insustancialidad y estupidez y se arrojan al vacío desde los balcones de los hoteles, sino sobre la afición que mucha gente tiene a decorar el exterior de sus viviendas con motivos textiles. Ayer, paseando por la zona alta, comprobé que el número de balcones patrióticamente abanderados es notablemente inferior al que puede verse en otras zonas de la ciudad que he visitado. En concreto, si uno baja hacia Sants por la Gran Vía de Carlos III, esta circunstancia puede apreciarse muy claramente. Por mi parte, y como respeto (aunque se equivocan) a los separatistas de toda la vida tanto como desprecio a los recientemente adheridos a la causa, así como a los niñatos que la defienden pese a no saber distinguir un prefacio de un prepucio, haciendo ese trayecto me dio por pensar en quienes lo recorren en sentido inverso, en esos señores de Barcelona que, después de una noche de ópera en el Liceu, miran por la ventanilla del taxi que les lleva hacia sus dominios en Capitán Arenas y más allá, y que, cuando ven esos balcones adornados (o estropeados, que eso va a gustos), tal vez piensan, con una sonrisilla malvada asomándoles al rostro: «Putos pobres, creen que dejarán de serlo».