BARRY LYNDON. 1975. 180´. Color.
Dirección: Stanley Kubrick; Guión: Stanley Kubrick, basado en la novela de William M. Thackeray; Dirección de fotografía: John Alcott; Montaje: Tony Lawson; Música: Schübert, Haendel, Bach, Vivaldi, The Chieftains, etc.; Diseño de producción: Ken Adam; Dirección artística: Roy Walker; Vestuario: Milena Canonero y Ulla Britt-Söderlund; Producción: Stanley Kubrick, para Warner Bros. (Gran Bretaña).
Intérpretes: Ryan O´Neal (Barry Lyndon); Marisa Berenson (Lady Lyndon); Michael Horndern (Narrador); Patrick Magee (Chevalier de Balibari); Hardy Kruger (Capitán Potzdorf); Steven Berkoff (Lord Ludd); Gay Hamilton (Nora); Marie Kean (Mrs. Barry); Diana Koerner (Lischen); Murray Melvin (Reverendo Runt); Frank Middlemass (Sir Charles Lyndon); André Morell (Lord Wendover); Arthur O´Sullivan (Feeney); Godfrey Quigley (Capitán Grogan); Leonard Rossiter (Capitán Quin); Philip Stone (Graham); Leon Vitali (Lord Bullingdon); Anthony Sharpe (Lord Hallam); Ferdy Mayne, Peter Cellier, Wolf Kahler, David Morley.
Sinopsis: Irlanda, siglo XVIII. El joven Redmond Barry sueña con dejar atrás la pobreza y ascender socialmente. Después de un duelo con un oficial inglés, inicia un periplo que le llevará por diferentes países y le acabará convirtiendo en el potentado Barry Lyndon.
Después del éxito y de la controversia de La Naranja Mecánica, Stanley Kubrick decidió rebajar el listón de la polémica y, por primera (y única) vez en su carrera, abordar un film de época, la adaptación de una novela de William Thackeray, autor de la excelente La feria de las vanidades. Kubrick, que se encargó en solitario de la escritura del guión, introdujo pocos cambios respecto a la obra original. Quizá el más significativo de ellos sea la inclusión de un narrador, pues la novela está escrita en primera persona. Más allá de esto, Kubrick fue fiel a un texto original que le permitía tratar con detalle un tema que, de una u otra forma, había aparecido en varias de sus obras: el arribismo, el deseo que los que nacen sin fortuna tienen de conseguirla, y lo que han de hacer para lograrlo.
Tratándose de Stanley Kubrick, su objetivo no era otro que hacer la mejor recreación de una época histórica vista jamás en una pantalla de cine. Una vez más, lo consiguió, tras un rodaje de ocho meses, una ardua labor de documentación, especial énfasis en el vestuario y el maquillaje, e incluso la utilización de unas lentes especiales, facilitados por la NASA, que le permitían rodar las escenas de interior a la luz de las velas. Las películas de Stanley Kubrick constituyen experiencias visuales pocas veces igualadas, y Barry Lyndon es una nueva muestra de ello, y una de las más perfectas. Los encuadres (con un uso muy frecuente del zoom-out) y la composición de los planos demuestran un conocimento asombroso de la pintura del siglo XVIII, la de Reynolds o Watteau, y su sobria belleza consigue, una y otra vez, en las batallas, en los verdes prados irlandeses o en los suntuosos salones en los que se mueve la nobleza dieciochesca, cautivar, casi abrumar al espectador. Siempre me ha llamado la atención la capacidad que tenía Stanley Kubrick para adaptar el ritmo narrativo, su forma de filmar e incluso la labor de los actores a la historia que nos cuenta. En consecuencia, Barry Lyndon nos trae al Kubrick más clásico, al más académico… en lo visual. La película no es, en lo temático, menos aguda ni más contemporizadora que el resto de films del director neoyorquino. Cambia la estética, pero la ética permanece.
Barry Lyndon es casi una plasmación amarga de una de las frases más brillantes de Groucho Marx, aquélla de la nada y la miseria, y también el retrato de una civilización en plena decadencia que bien pronto daría uno de los mayores vuelcos jamás vistos en Occidente. Está dividida en dos partes, que coinciden con la ascensión y caída de su protagonista, quien empieza siendo un joven valeroso e ingenuo capaz de batirse en duelo por los favores de una prima algo casquivana (o puta, para los que lo quieren todo masticado), y que en cuanto deja su pequeña aldea irlandesa se encuentra con lo mejor, y sobre todo con lo peor, del mundo. Barry Lyndon, desde la óptica de Stanley Kubrick, es la historia de la corrupción de un espíritu puro, o de la juventud, si se quiere. Después de perder, de una vez y para siempre, su fe en el amor romántico, Barry pierde también su escasa fortuna a manos de un famoso salteador de caminos. Esta circunstancia le obliga a alistarse en el ejército inglés, inmerso en la tan interesante como absurda Guerra de los Siete Años. Van sucediéndose episodios, y el joven Redmond Barry concluye cada uno de ellos más corrompido de lo que lo estaba cuando se inició. Y llega a estarlo lo suficiente como para aprovecharse de la debilidad de una dama noble, casada con un viejo paralítico, y convertirse en lo que siempre quiso ser: un noble, uno de esos elegidos que viven sin trabajar mientras la gran mayoría de sus semejantes trabaja para sobrevivir. Sin embargo, para Barry la consecución de su objetivo significa el inicio de su desgracia, provocada por dos circunstancias cuya mezcla suele ser letal: su falta de tablas en eso de cómo moverse en el gran mundo, y lo mal que digieren quienes lo tienen todo desde la cuna que un advenedizo se codee con ellos. Todo esto Kubrick lo narra con frialdad, y pese a ella la película contiene la escena más sensible rodada jamás por él (junto al final de Senderos de gloria), aquélla en la que la música de Haendel (una vez más, la elección e inclusión de la banda sonora es soberbia) y la palabrería hueca de un religioso acompañan la pérdida de cualquier esperanza de futuro que pudiera tener Barry.
Historia triste, poderosa, narrada con extremo detallismo, excelente como pocas en lo artístico, el único pero que puede ponérsele a Barry Lyndon es la elección de su pareja protagonista. No es que Ryan O´Neal lo haga mal, es que la cosa le viene grande, que su personaje merece un actor más bueno. Marisa Berenson salva algo mejor los muebles, quizá porque su papel exige menos esfuerzo interpretativo. Los secundarios, varios de los cuales repiten con Kubrick, están en cambio francamente bien, lo que realza la nota actoral de la película. Dos cosas me llaman la atención de ella: que los duelos, en especial el que enfrenta a Barry con su hijastro Lord Bullingdon, están rodados muy al estilo western (con ello, quizá Kubrick se sacó la espina por no haber dirigido El rostro impenetrable a causa de sus disputas con Marlon Brando), y que el director utiliza la narración para explicarnos no lo que está ocurriendo, sino lo que va a suceder.
Otra obra maestra de Stanley Kubrick, quizá la última de sus películas que merece ese calificativo. Hay quien la considera aburrida, definición que uno guarda para exitosos productos como Piratas del Caribe o bodrios autorales con pretensiones metafísicas. Barry Lyndon es cine, del mejor que se ha hecho. Y se hará.