VERA CRUZ. 1954. 94´. Coloe.
Dirección: Robert Aldrich; Guión: Roland Kibbee y James R. Webb, basado en un argumento de Borden Chase; Dirección de fotografía: Ernest Laszlo; Montaje: Alan Crosland, Jr.; Música: Hugo Friedhofer; Diseño de producción: Alfred Ybarra; Vestuario: Norma Koch; Producción: James Hill, para Flora Productions-Hecht/Lancaster Productions-Metro Goldwyn Mayer (EE.UU.).
Intérpretes: Gary Cooper (Benjamin Trane); Burt Lancaster (Joe Erin); Denise Darcel (Condesa Duvarre); César Romero (Marqués Henri de Labordière); Sara Montiel (Nina); George Macready (Emperador Maximiliano); Jack Elam (Tex); Ernest Borgnine (Donnegan); James McCallion (Little-Bit); Morris Ankrum (General Ramírez); Charles Bronson (Pittsburgh); Henry Brandon, Archie Savage, Jack Lambert, Ketty Clavijo.
Sinopsis: Años después de finalizada la guerra de Secesión norteamericana, un arruinado caballero del Sur llamado Benjamin Trane se adentra, en busca de fortuna, en un México en plena insurrección contra el emperador impuesto por Francia, Maximiliano. En su camino, Trane se encuentra con Joe Erin, un ladrón y asesino con cuya banda se une para sacar tajada del conflicto entre franceses y juaristas.
Uno de los primeros en vislumbrar el talento como director de Robert Aldrich fue una estrella, Burt Lancaster, que en su recién estrenada faceta de productor buscaba proyectos adecuados para lucir sus cualidades interpretativas. Después de Apache, Lancaster volvió a recurrir a Aldrich para filmar Veracruz, film rodado y ambientado en México. El resultado fue un western vigoroso que, en diversos aspectos, influyó poderosamente tanto en la variante crepuscular del género (a la que Aldrich dedicó alguna obra importante) como en los spaghetti westerns de Sergio Leone.
Con frecuencia, México es, para el cine norteamericano, sinónimo de libertad y aventura. En busca de ambas cosas, y por supuesto de dinero, Ben Trane cruza el río Grande y se adentra en un país que se halla en plena revuelta contra los ocupantes franceses. Al mando de las tropas rebeldes, que cuentan con un gran apoyo popular, está Benito Juárez. Trane, muy rápido con el revólver, sabe que esa cualidad es una de las más apreciadas en un país en guerra y se dispone a explotarla, en beneficio propio y del bando que más le pague por sus servicios. No tarda en cruzarse con Joe Erin, un fugitivo tan sonriente como malvado, que está al mando de un puñado de hombres en nada mejores que él. Trane se une a ellos porque, como le dice Erin, en México es más fácil hacer fortuna acompañado que solo. Después de un primer contacto con las tropas juaristas y las fuerzas imperiales, los gringos deciden unirse a éstas por una sencilla razón: casi toda la riqueza del país está en sus manos. El mismo emperador encarga a Trane, Erin y los suyos la custodia de un importante cargamento: la bella condesa de Duvarre, que ha de embarcar en Veracruz rumbo a París. Sin embargo, la diligencia que la transporta oculta un tesoro aún más valioso: millones de dólares en oro, que gringos, juaristas y tropas del Emperador (además de la propia aristócrata) intentarán quedarse para sí.
En Veracruz queda poco espacio para la mítica del western, la de los hombres duros pero nobles que se enfrentan a la injusticia y a un entorno hostil a golpe de revólver, pero sin perder su integridad ni renunciar a sus principios. Sólo Ben Trane conserva algunas de estas características, pese a ser un hombre ya maduro y que lo ha perdido todo con la derrota de su bando en la guerra civil. Por el contrario, Erin es un ser absolutamente egoísta, despiadado y capaz de cualquier cosa para lograr sus fines, y a la vez un tipo carismático que sabe ser encantador cuando le conviene. Los juaristas quieren el oro para liberar su país, saqueado por los ocupantes y con una población reducida a la miseria. En este fuego cruzado, movido por la codicia de unos y otros, los principios son más bien un estorbo, y nadie puede confiar más que en sí mismo. Aquí vemos un tema, el oro como motor del mundo, que Peckinpah utilizará con frecuencia y Leone estirará al máximo. Antes que ellos, Robert Aldrich mostró el camino: lo épico se vuelve polvoriento,; lo puro, sucio; la traición, moneda común; la integridad, una rareza. Todo esto está explicado con el brío característico del director, que nos ofrece un tratamiento de la violencia bastante avanzado a su época. Se da mucha más importancia a las acciones de los personajes y a su psicología que al entorno en el que se mueven, la puesta en escena es tan funcional como efectiva, el guión sólido y bien trabajado, y los aspectos técnicos tan correctos como secundarios. Importa el qué, más que el cómo. Entre los peros, un final que se me antoja algo precipitado y un escaso aprovechamiento de un plantel de secundarios de lujo, formado por algunos actores que, más adelante, tendrían papeles más relevantes en obras posteriores de Aldrich.
En cuanto a los protagonistas, Gary Cooper aporta madurez y complejidad a su sempiterno papel de héroe idealista, y Lancaster borda un papel físico y carismático en el que se mueve como pez en el agua. Destacar la belleza de Denise Darcel y de una jovencísima Sara Montiel, que daba sus primeros pasos en Hollywood antes de convertirse en lo más parecido a una diva que ha habido nunca en España. Ambas están bien en unos papeles algo menos arquetípicos que los que los westerns de la época solían reservar a las protagonistas femeninas. César Romero y George Macready son intérpretes ideales para los papeles que les fueron encomendados, y la banda de forajidos formada por, entre otros, Ernest Borgnine, Jack Elam y Charles Bronson es sencillamente impagable y, a mi juicio, está algo desaprovechada, hecho que Aldrich revirtió en sus films de madurez.
Veracruz es un muy buen western, muestra de un entretenimiento de calidad que décadas atrás Hollywood producía en grandes cantidades, y hoy, a cuentagotas.