La píldora de cada mes. Se recomienda su lectura acompañada de un bolero (se acepta el de Mastropiero si la herida todavía escuece).
VEINTE AÑOS
Porque aquello que un día nos hizo
temblar de alegría
es mentira que hoy pueda olvidarse
con un nuevo amor
JULIO GUTIÉRREZ, Inolvidable
En el escenario, un gitano madrileño y un octogenario pianista cubano se disponían a presentar ante un muy numeroso público su reciente disco de boleros. Nosotros hacíamos lo de siempre: buscar sitio, echar varios vistazos a la plaza de la Trinidad, fumar, comprar unas cervezas, evaluar la calidad del personal femenino (ese día superior a la media, es lo que tienen los boleros) y esperar que el concierto comenzara mientras la gente iba y venía y hacía básicamente las mismas cosas que nosotros.
Una familia en pleno (padres, hijos y nietos) ocupó los asientos que quedaban libres en la fila que también nosotros habíamos escogido. A mi izquierda se sentó el abuelo: sesenta y tantos años, alto, corpulento, pelo blanco pero todavía abundante. Vestía una camisa a cuadros y llevaba gafas. Por su aspecto, parecía más cerca de un concierto de Benito Lertxundi o Mikel Laboa que de uno de boleros. A su lado se sentó uno de sus nietos, el cual no tendría más de cinco años. Hablaban euskera, pero por sus gestos y por algunas palabras sueltas que conozco del idioma me pareció adivinar que el abuelo explicaba a su nieto una historia que tenía algo que ver con Cuba.
Empezó el concierto, y en la plaza miles de personas abrieron sus ojos y sus oídos y cerraron sus bocas. Dice García Márquez que el bolero camina sobre la estrecha línea que separa lo sublime de lo ridículo, y acierta. Un bolero sólo puede resultar emocionante o cómico, sin término medio, y los artistas que llenaban aquel escenario hacían que los suyos resultaran emocionantes. Cuando interpretaron Se me olvidó que te olvidé, un cínico rematado que había entre el público bajó la vista al suelo y se acordó de la cara buena de Nuria, y de que después de ella sólo había visto una cara buena comparable con la suya. Luego acabó la canción, momento para rescatar la cerveza y volver a mirar al escenario. El espectáculo debía continuar.
Continuó con Corazón loco. A media canción, tuve ganas de encender un cigarrillo y, antes de hacerlo, me giré hacia el abuelo para preguntarle si le molestaba que yo fumara. Al mirarle, vi que los cristales de sus gafas estaban empañados y que su nieto también le estaba observando. El hombre se quitó las gafas, las limpió, miró a su nieto, esbozó una pequeña sonrisa y, por fin, aceptó el cigarrillo que le ofrecí.
– No sé si agradecértelo o maldecirte, muchacho – me dijo- . Este es el primer cigarrillo que fumo en veinte años.