Parece claro que el lamentable aspecto que presentan estos días las calles de la capital de España constituye la ilustración perfecta del estado actual del país. Se trata de una situación larvada durante las épocas de bonanza, ante el cabreo de los menos y la indiferencia de los más, en la que los que ayer pecaban de delirios de grandeza y rapacidad privatizadora, hoy lo hacen de incapacidad manifiesta aderezada con grandes dosis de cinismo. La basura nos invade, ahora no en sentido metafórico, y nadie dimite, nadie da la cara y nadie arregla nada. Por muy misántropo que uno sea, a veces cuesta creer que realmente tengamos los políticos que merecemos, porque es ver un informativo y sentir vergüenza: la que causan los ministros-basura, las componendas político-judiciales, siempre por debajo de la mesa, para que quienes nos han jodido bien no paguen por ello, las excursiones pedigüeñas (y ridículas) con el dinero de todos, las connivencias con sangrientas dictaduras siempre que paguen bien, etcétera. Llevamos años sumidos en la podredumbre y escondiendo la suciedad bajo las alfombras, y uno espera que, lo mismo que ha aflorado en Madrid la basura palpable, lo haga pronto en toda España la basura moral, mucho más difícil de limpiar que la que guardamos en bolsas.