Pues eso, relato al canto. Indicado para las personas que renuncian a su legítimo derecho a no hacer lo que no quieren.
ORGULLO
El viejo cantaor aún no había tocado la copa de vino que quince minutos antes habían puesto en su mesa. Estaba de mal humor, su apoderado (por ahí ya empezaban a llamarles managers) llegaba tarde como siempre y la audición de sus últimas grabaciones le había dejado un mal sabor de boca. En las otras mesas, la gente estaba de fiesta, las palmas y jaleos se mezclaban con las notas que salían de las guitarras. Manuel, el viejo cantaor, no quería saber nada de todo aquello, y, aislado de lo que ocurría en su entorno, ni siquiera se dio cuenta de que un jovencísimo cantaor de San Fernando le saludó al pasar por su lado. Cuando llegó su apoderado, Manuel le dijo:
– ¿Sabes, Juan? Creo que la vida es muy hija de puta. Cuando yo era joven y tenía voz, no sabía cantar. La gente que escribe puede decir lo que le salga de los cojones, pero yo entonces no sabía cantar. Y ahora que sé cantar, la voz no me llega, Juan, me oigo y pienso: “qué pena que aquel muchacho no supiera cantar”.
– No empieces otra vez, Manuel. Cuando eras joven cantabas muy bien, y ahora también. De otra forma, pero sigues cantando como los ángeles. Anda, Manuel, tómate un vinito y piensa en otra cosa.
Pero Manuel era incapaz de pensar en otra cosa. Se vio con cincuenta años menos en aquel mismo lugar, escuchando a don Antonio Chacón y cantando malagueñas y soleares a cambio de unas monedas. Había recorrido mucho camino desde entonces: la guerra, el exilio, el regreso… miles de cantes habían salido de su garganta, Sabicas y el Niño Ricardo habían tocado para él y ahora incluso los libros sobre flamenco le dedicaban algunas páginas y los jóvenes cantaores, esos niños como José el de San Fernando, que pronto sabrían todo lo que Manuel había tardado toda una vida en averiguar y tendrían la voz para cantarlo, le saludaban con respeto. “Qué cojones, he sido bueno en mi arte. Me recordarán por algo más que por este disco”, pensó Manuel que, entonces sí, dio el primer sorbo a su copa de vino.
En ese momento, otro hombre se dirigió a él desde la mesa de al lado. Alto, traje de tweed, gomina por arrobas y acento madrileño. Un joven limpiabotas lustraba sus zapatos.
– Manuel –dijo el hombre de la gomina, con voz de llevar ya muchas horas de juerga-, te doy cien duros si vas a nuestra mesa y les cantas unos fandangos a mis amigos.
Manuel le miró y no respondió, se levantó de la mesa y se sentó en el suelo junto al limpiabotas. El chico le miró extrañado y Manuel sacó unos billetes de su cartera y, con voz poderosa, le dijo:
– Niño, toma mil duros y cántale unos fandangos a los amigos de este señor. Yo ya no tengo edad para agacharme por unas monedas.