Nelson Mandela es uno de esos raros casos en los que la humanidad no se equivoca demasiado al divinizar a un individuo. Con su actitud, su ejemplo y su mera presencia hizo más por combatir el racismo (tara intrínseca del ser humano, que nadie se engañe) que todos los pijoprogres que se adueñaron de su figura para creerse mejores personas. De hecho, al santificar a Mandela, un hombre que nunca escondió sus sombras, lo que hace la humanidad es un ejercicio de wishful thinking: santifica lo que querría ser, en lugar de lo que es. Con todo, el mundo ha perdido a uno de sus últimos políticos de talla, a un hombre que fue bueno pudiendo no serlo, que después de su largo cautiverio tuvo una altura moral difícil de encontrar. Que otros le hayan convertido en apóstol de algo tan detestable como el buenismo no es, desde luego, culpa suya.