THE LEGEND OF LYLAH CLARE. 1968. 129´. Color.
Dirección: Robert Aldrich; Guión: Hugo Butler y Jean Rouverol, basado en la adaptación televisiva escrita por Robert Thom y Edward De Blasio; Dirección de fotografía: Joseph Biroc; Montaje: Michael Luciano; Música: Frank DeVol; Dirección artística: George W. Davis y William Glasgow; Producción: Robert Aldrich, para The Associates & Aldrich Company-Metro Goldwyn Mayer (EE.UU.).
Intérpretes: Kim Novak (Lylah Clare/Elsa Brinkmann/Elsa Campbell); Peter Finch (Lewis Zarken/Louie Flack); Ernest Borgnine (Barney Sheean); Milton Selzer (Bart Langner); Rossella Falk (Rossella); Gabriele Tinti (Paolo); Valentina Cortese (Condesa Bozo Bedoni); Michael Murphy (Mark Peter Sheean); Jean Carroll (Becky Langner); Coral Browne (Molly Luther); Lee Meriwether, Nick Dennis, Robert Ellenstein, Ellen Corby, George Kennedy, William Aldrich.
Sinopsis: Un agente de Hollywood descubre a Elsa, una aspirante a actriz con un físico casi idéntico al de Lylah Clare, gran estrella de cine de los años 30 fallecida en trágicas circunstancias. Bart, el agente, no tarda en comunicar su hallazgo a Lewis Zarken, el director que encumbró a Lylah, retirado del cine desde hace veinte años. Después de conocer a Elsa, Zarken decide volver a los platós para dirigir un biopic sobre Lylah.
Las relaciones de Robert Aldrich, director de marcada personalidad y espíritu independiente, con la industria del cine fueron siempre conflictivas. Su expulsión del rodaje de Bestias de la ciudad fue un episodio traumático para él, pero ya antes de eso mostró el lado más agrio de los poderosos de Hollywood en El gran cuchillo, película con la que La leyenda de Lylah Clare tiene muchos puntos en común. No obstante, llama la atención que, después del gran éxito de Doce del patíbulo, Aldrich dedicara su siguiente película a morder la mano que le daba de comer.
Existe otra película con la que La leyenda de Lylah Clare guarda no pocos parecidos: Vértigo. Ambos films comparten actriz protagonista, ambiente malsano y una obsesión masculina rayana en la necrofilia. En Hitchcock, esa obsesión la encarnaba un policía traumatizado; Aldrich recurre para mostrarla a un director de cine tiránico y narcisista, manipulador e incapaz de amar a nadie más que a sí mismo. Vértigo es una obra maestra pese a tener un guión lleno de agujeros; Lylah Clare padece un problema parecido, pero no consigue pasar de película interesante, más por su descarnado retrato de la industria del cine que por su capacidad para trascender lo anecdótico y llegar a lo universal en la descripción de los personajes, como sí hizo Hitchcock. Buena parte de la culpa la tiene un guión que empieza fuerte y que progresivamente va haciéndose deslavazado y carente de rumbo, lo que hace que la película no acabe de encontrar su tono. En un director tan dado a rodar en familia como Aldrich, uno echa de menos a Lukas Heller, guionista que con toda probabilidad hubiera dotado al libreto de una mayor unidad y calidad literaria. En mi opinión, el mayor pecado de La leyenda de Lylah Clare es la construcción de su protagonista masculino: si el de Vértigo es de los más psicológicamente ricos que se han visto en el cine, en el film de Aldrich el cineasta Zarken resulta demasiado arquetípico.
Ojo, la historia es interesantísima, pese a no estar bien resuelta. La atmósfera está muy lograda, el ritmo narrativo es firme, el retrato de estrellas, cineastas, productores y periodistas cinematográficos (por segunda vez, queda claro que Aldrich odiaba a Louella Parsons y a los seres de su clase) tan agudo como descarnado, y la escena final una nada sutil metáfora que nos explica en qué se había convertido la industria del cine y cuánta maldad encierra. Por todo ello, la mayoría piensa que Lylah Clare es una muy buena mala película, o una obra fallida. Algo de eso hay, pero hay que alabar, una vez más, la capacidad de Aldrich para entretener con discurso, para no aburrir y para dotar a sus historias de un marcado sello personal. Como El gran cuchillo, La leyenda de Lylah Clare es una película sobre la destrucción de la inocencia y de los ideales, sobre la imposibilidad de mantenerse puro en un entorno corrupto y destructivo en el que sólo los desalmados saben moverse bien. En esto, Aldrich consigue una gran película; el lado vertiguiano está menos logrado, ni está bien explicado cómo modeló Zarken a una belleza alemana descubierta en un burdel, ni por qué Elsa acaba convirtiéndose en ella más allá de en la psique del veterano director (el recurso de cambiar el tono de voz de Elsa me parece demasiado fácil). Técnicamente, son de elogiar las escenas en las que se proyectan las viejas películas de Zarken y Lylah, así como el aprovechamiento de las posibilidades cinematográficas de la mansión del cineasta que evita, una vez más (y en esto Aldrich mejora El gran cuchillo) el riesgo del teatro filmado. Dato destacable de la película es que en ella se insinúa un tema tabú para el Hollywood de la época, el lesbianismo, al que Aldrich concederá mucho terreno en su siguiente obra.
No poco del interés de la película reside en Kim Novak, bellísima una década después de Vértigo, algo inexpresiva en un papel que lo exige menos que el de aquella película, pero sin duda un imán para las miradas de los espectadores, una mujer a la que las cámaras quisieron muchísimo. Peter Finch es un gran actor, e interpreta con acierto a su personaje, que como ya se ha dicho resulta demasiado esquemático. Los secundarios están de lujo, empezando por Ernest Borgnine en el papel del productor Sheean, por un acertado Milton Selzer y por las brillantes intervenciones de Valentina Cortese y Coral Browne. Rossella Falk, cuyo personaje es clave, me resulta a veces demasiado fría, y Michael Murphy palidece al lado de actores tan notables.
Hay que verla. Por su valentía, por su magnetismo y por su calidad. Ojalá todas las películas fallidas fueran tan gratas de contemplar como La leyenda de Lylah Clare.