BLUE JASMINE. 2013. 98´. Color.
Dirección : Woody Allen; Guión: Woody Allen; Dirección de fotografía: Javier Aguirresarobe; Montaje : Alisa Lapselter; Dirección artística: Michael E. Goldman y Doug Huszti; Música: Miscelánea. Temas de Louis Armstrong, King Oliver, Lizzie Miles, Rodgers & Hart, Julius Block, etc.; Diseño de producción: Santo Loquasto; Producción: Letty Aaronson, Stephen Tenembaum y Edward Walson, para Perdido Productions (EE.UU.).
Intérpretes: Cate Blanchett (Jasmine); Alec Baldwin (Hal); Sally Hawkins (Ginger); Bobby Cannavale (Chili); Andrew Dice Clay (Augie); Louis C.K. (Al); Peter Sarsgaard (Dwight); Alden Ehrenreich (Danny); Michael Stuhlbarg (Dr. Flicker); Max Casella (Eddie); Joy Carlin, Tammy Blanchard, Kathy Tong, Ali Fedotowski, Shannon Finn.
Sinopsis: Jasmine lo tenía todo, empezando por un marido rico junto al que vivía una vida de lujo en Nueva York. Cuando ese hombre es detenido y procesado como responsable de una multimillonaria estafa, Jasmine ha de abandonar su regalada existencia. Lo hace yéndose a San Francisco, donde vive su hermana Ginger, a la que Jasmine desprecia.
No cabe duda de que a Woody Allen le sienta bien filmar en su país. Después de un periplo europeo muy irregular, del que hasta ahora no ha salido ni una sola obra que merezca ocupar un lugar destacable dentro de su filmografía, el director neoyorquino ha regresado al universo que mejor conoce con Blue Jasmine. Se nota, y para bien.
La premisa de la que parte Allen es simple: convertir a la esposa de Bernard Madoff en Blanche DuBois o, lo que es lo mismo, trasladar un personaje que bebe directamente de Tennessee Williams al mundo real, representado en este caso por la ciudad de San Francisco. Poco original, podría decirse, pero efectivo, y creíble. A partir de Jasmine, Woody Allen nos habla de un país, el suyo propio, al que no ve bajo ese cristal tan naïf, que a mí me resulta cargante, con el que mira a Europa. Aquí su discurso es inmisericorde, tal vez el único válido para hablar de una civilización enferma de engreimiento y codicia a la que, a veces, le llega su particular San Martín. El de Jasmine adquiere la forma de una gigantesca estafa piramidal, que implica directamente a su marido y priva a la protagonista de la lujosa existencia de la que ha disfrutado desde su juventud. Su reino era el Nueva York más exclusivo hasta que, desprovista de casi todos sus bienes materiales, se ve obligada a huir a San Francisco y refugiarse en casa de su hermana, Ginger, una cajera de supermercado con dos hijos y un novio de lo más primario que viene a representar al americano medio. Para Jasmine, el shock es brutal, pues siempre consideró que Ginger era una fracasada sin un ápice de autoestima cuya compañía siempre procuró evitar en los días de vino y rosas, metamorfoseados ahora en vodka, ansiolíticos y búsqueda de empleo. En su particular via crucis, Jasmine recuerda a veces retazos de su vida anterior, que Allen dosifica con mano sabia y sirven para que el espectador comprenda cómo esa mujer ha pasado de ser lo que Tom Wolfe llamaría un ama del Universo a ser un miembro más del rebaño, mendigando cobijo en un cuchitril de barrio obrero y enfrentada a clases para adultos, acoso sexual y una vida mediocre y sin esperanzas. Jasmine se ha convertido en Ginger, y lo odia, pues ella ha conocido el gran mundo y, al contrario que su hermana, cree que ése es su habitat natural, el lugar en el que merece estar. Conoce a un hombre, Dwight, que puede permitirle regresar a su vida anterior, pero hay huellas del pasado nada fáciles de borrar.
La puesta en escena es funcional, efectiva pero alejada del magnetismo que desprenden las obras mayores de Allen. Desde hace mucho tiempo, el director neoyorquino se preocupa mucho más del qué que del cómo, y sus films son básicamente la exposición de una única idea. Cuando ésta funciona, como es el caso, la película también lo hace. Destacar, como siempre, la cuidada selección de los temas musicales, el acierto de los diálogos (Allen casi siempre consigue que sus personajes digan cosas brillantes) y, ya se ha dicho, el acierto con que se intercalan en la narración la vida de Jasmine en San Francisco y sus recuerdos del pasado. Más allá de eso, los aspectos técnicos no pasan del aprobado. Los méritos de Blue Jasmine están en otra parte. De ellos, quizá el más importante tenga nombre y apellidos: Cate Blanchett. Desde el primer al último plano, ella mueve la película, y se sirve de un personaje bajo el que encauzar su tendencia a la sobreactuación para firmar una interpretación soberbia, digna de figurar entre los mejores roles femeninos de un director famoso por conseguir extraer lo mejor de sus actrices. Del resto del reparto, quien se lleva la palma es Sally Hawkins, que está magnífica. En cambio, ni los personajes masculinos son demasiado ricos, ni los actores que los encarnan llegan a llevarlos más allá de lo escrito. Uno diría que, con los años, Woody Allen ha ido perdiendo profundidad de campo, y hace muchos años que no dirige una película cuyo valor vaya más allá del de su idea central. Por hacer un símil gastronómico, diría que ha perdido interés tanto en la presentación de sus platos, como en la guarnición.
No es original, no es una obra mayor, pero Blue Jasmine es una muy buena película. Nihilista, inmisericorde, dolorosamente real en ocasiones, sólo va a decepcionar a quienes esperen una comedia. No lo es, ni de lejos. Blue Jasmine no tiene ni pizca de gracia, pero me ha servido para recordar dos cosas que casi tenía olvidadas: ir al cine en buena compañía, y salir de él con la sensación de que la última de Woody Allen es una película notable.