WILLIAM SHAKESPEARE. Enrique V (The life of Henry the Fifth). Planeta. 98 páginas. Traducción de José María Valverde.
Una más de las obras en las que Shakespeare dramatizó la historia de Inglaterra, Enrique V es la lógica continuación de Enrique IV, en cuyo final el protagonista de esta obra se transformaba de joven díscolo en aplicado monarca. Se repiten personajes y situaciones de la anterior, y es de destacar que en Enrique V la presencia de Sir John Falstaff, uno de los grandes personajes shakespearianos, es elíptica. La enfermedad y la muerte de este caballero nos es narrada por sus amigos y conocidos mientras se prepara la campaña bélica en la que se sitúa el clímax de la obra.
En mi opinión, lo mejor de Enrique V se encuentra en su escena inicial, en la que dos de los más poderosos miembros de la Iglesia conspiran respecto a cuál es la mejor manera de distraer al joven rey y con ello evitar la aprobación de una ley muy perjudicial para los intereses eclesiásticos. La solución está (cuántas veces maldad e inteligencia caminan juntas) en una de las debilidades humanas más frecuentes, la vanidad. Basta con convencer a Enrique de su legítimo derecho a ostentar la corona francesa (pasaje que se encuentra entre lo más plomizo de toda la obra shakespeariana, pero que sin embargo es del todo necesario para comprender la razón de los acontecimientos y su posterior desarrollo). El previsible (y muy despectivo) rechazo de los franceses, que se apoyan en la Ley Sálica, a semejante idea, desemboca en una campaña militar y en un derramamiento de sangre que, eso sí, evita que los intereses de la Iglesia se vean perjudicados. Es evidente lo mucho que Shakespeare educa y entretiene al lector atento.
El posterior devenir de la obra, que culmina en la victoria militar inglesa en Agincourt, no es precisamente flojo, pero tampoco la sitúa entre las mejores de su autor. Las incursiones en la comedia son frecuentes, jugándose muchas veces con los equívocos (en ocasiones, de marcado tinte sexual) entre las lenguas francesa e inglesa, al tiempo que se ponen en contraste los pensamientos de quienes crean el drama (monarcas y nobles) y quienes lo sufren (soldados y demás hombres del pueblo). Es brillante la escena en la que el rey, de incógnito y en vísperas de la gran batalla, se infiltra entre sus tropas para conocer las opiniones y el estado de ánimo de sus soldados. Las escenas palaciegas resultan, en general, menos convincentes, y pocas veces alcanzan la intensidad dramática de las de, por ejemplo, la recientemente reseñada Ricardo III. Con todo, es de admirar la capacidad de Shakespeare para explicar siempre, sin dejar de entretener, para penetrar en el alma de sus personajes y para crear diálogos llenos de ingenio. La acción, que abarca buena parte del reinado de un monarca de vida tan breve como intensa, se detiene en la ceremonia mediante la cual ambas monarquías pactan el enlace entre Enrique y Catalina o, lo que es lo mismo, la unión entre las naciones que se han batido en el campo de batalla, Unión que (ya nos lo anuncia el coro, que inaugura cada uno de los actos de la obra) no durará mucho, pues el siguiente rey inglés, Enrique VI, vivirá la pérdida de sus posesiones francesas y, con ella, el fin de la Guerra de los Cien Años. Todo eso queda, sin embargo, fuera de este drama que justifica una vez más la fama ganada por su autor.
Respecto de la traducción, uno discrepa de las soluciones escogidas por Valverde para intentar respetar los acentos de los personajes en el original (hacer hablar a un capitán galés con acento gallego, por ejemplo), si bien reconoce que cualquier solución al respecto no dejaría de ser un mal menor.