THE GRAND BUDAPEST HOTEL. 2014. 99´. Color.
Dirección: Wes Anderson; Guión: Wes Anderson, basado en una historia escrita por Hugo Guinness y Wes Anderson, inspirada en la obra de Stefan Zweig; Dirección de fotografía: Robert D. Yeoman; Montaje: Barney Pilling; Dirección artística: Stephan O. Gessler, Gerald Sullivan y Steve Summersgill; Música: Alexandre Desplat; Diseño de producción: Adam Stockhausen; Vestuario: Milena Canonero; Producción: Wes Anderson, Jeremy Dawson, Steven M. Rales y Scott Rudin, para Scott Rudin Productions-Indian Paintbrush-Studio Babelsberg-American Empirical Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Ralph Fiennes (Gustav H.); Tony Revolori (Zero); F. Murray Abraham (Mustafa); Jude Law (Joven escritor); Adrien Brody (Dmitri); Willem Dafoe (Jopling); Jeff Goldblum (Kovacs); Saoirse Ronan (Agatha); Mathieu Amalric (Serge X); Tilda Swinton (Madame D.); Edward Norton (Henckels); Harvey Keitel (Ludwig); Tom Wilkinson (Autor); Bill Murray (Ivan); Jason Schwatzman (M. Jean); Léa Seydoux (Clotilde); Owen Wilson (M. Chuck); Larry Pine, Giselda Volodi, Florian Lukas, Karl Markovics, Volker Michalowski, Neal Huff, Bob Balaban, Fisher Stevens.
Sinopsis: Hoy, el Gran Hotel Budapest es un lugar que apenas conserva el encanto de lo decadente, pero en tiempos, en la época de entreguerras, fue uno de los hoteles de más rango de Centroeuropa. Su actual propietario, Mustafa, explica su historia a un joven escritor. Esta historia es, sobre todo, la de Gustav, un antiguo conserje.
A Wes Anderson le persigue una de esas etiquetas que a un servidor le dan mucha grima, la de «cineasta para modernos». Quizá por ello, mis conocimientos de su obra anterior son más bien escasos. Aún así, su última película, El Gran Hotel Budapest, me pareció una buena opción para pasar dos horas viviendo en otro mundo dentro de una sala oscura. En verdad, la película es otro mundo. O dos, más bien: la cautivadora y a la vez siniestra Europa de entreguerras, y el universo de Anderson, que nos la presenta de un modo, como poco, peculiar.
El Gran Hotel Budapest es uno de esos films que entran por los ojos, pues visualmente es una pequeña maravilla. En determinadas escenas se recurre a la animación y, de hecho, toda la puesta en escena y el modo de enfocar la narración beben directamente de los dibujos animados y del mundo del cómic. En cierto modo, es como si mezcláramos a Stefan Zweig, el hombre que con más lucidez supo describir toda su época, con Jeunet y Caro, o con Terry Gilliam. El resultado es excéntrico, lleno de toques de humor absurdo y absolutamente ajeno a la letra y el espíritu de Zweig, pero muy divertido. Los parecidos con la realidad no son pura coincidencia (los malos y sus uniformes no llaman a engaño), pero las pretensiones de Anderson están muy lejos de hacer algo como Europa o La caída de los dioses. Lo suyo consiste en, a través de dos sucesivos retrocesos en el tiempo, explicar la historia de un conserje, metódico, amanerado y gerontófilo, que por herencia adquiere el bien más valioso que posee una rica aristócrata muerta por envenenamiento. La familia de la difunta, parte de la cual es muy de armas tomar, no se resignará a perder su tesoro en beneficio de un don nadie, y el susodicho, acusado del asesinato, acaba yendo a la cárcel. Consigue fugarse y, con la ayuda de un joven botones al que ha contratado (y casi adoptado), trata de demostrar su inocencia y escapar de quienes pretenden eliminarle.
Esta película es otra de esas en las que la gracia está mucho más en el cómo que en el qué. Todo está cuidado hasta lo indecible, y desborda imaginación: escenografía, encuadres, movimientos de cámara o vestuario son de lo más original y estimulante que he visto en bastante tiempo, y la música de Alexandre Desplat, magnífica. Se percibe el aroma de lo hecho con minuciosidad y cariño con la misma intensidad con la que los personajes detectan el perfume que usa Gustav, un individuo sin término medio capaz de pasar sin escalas (como el propio Anderson) de lo pulcro a lo soez, de lo exacto a lo absurdo. Sin duda, El Gran Hotel Budapest es la obra de un director con estilo que sabe rodearse de los colaboradores adecuados. Y ese estilo nos lleva a una comedia cuyo poso final es agridulce, una obra que divierte pero a la vez está llena de melancolía.
Uno de los alicientes del film es su reparto, plagado de actores de renombre. Al frente, un Ralph Fiennes que se revela como un notable comediante (que es un excelente actor dramático ya lo sabíamos) y se adueña de la función con facilidad pasmosa. A su lado, Tony Revolori constituye una agradable revelación, y el resto de actores, cuyas intervenciones son mucho más puntuales, consiguen acertar con el tono de la película: Adrien Brody y Willem Dafoe son casi dos malos de dibujos animados, aunque sus crímenes sean muy reales; una casi irreconocible (hecho llamativo en una actriz tan camaleónica) Tilda Swinton pone en marcha el motor de la acción, y el papel de Harvey Keitel es sencillamente delirante. Como contrapunto, Tom Wilkinson, F. Murray Abraham y Jude Law aportan la nostalgia, Edward Norton su siempre poderosa presencia, y Jeff Goldblum es el rostro perfecto para el (inequívocamente judío) albacea testamentario. Rostros del cine europeo como Saoirse Ronan y Léa Seydoux ponen la belleza, y habituales en el cine de Anderson como Bill Murray u Owen Wilson, caras conocidas a personajes que apenas van más allá del cameo.
Sin duda, Wes Anderson es un niño grande que posee un universo propio. Subirse en el tobogán de su última película resulta gratificante. Aunque lo que se cuente sea en ocasiones más bien pesadillesco, El Gran Hotel Budapest demuestra que el cine puede seguir siendo una fábrica de sueños.