Al hilo de una reflexión que publiqué hace unas semanas, me hago eco de un artículo, de similares tono y temática, publicado por José Luis Pardo en la última entrega del suplemento Babelia de El País. Hacía tiempo que no leía tanta verdad junta:
«PENSAMIENTO NEGATIVO
Accentuate the positive
Eliminate the negative
latch on to the affirmative
Don’t mess with Mister In-Between
(Johnny Mercer)
De todas partes nos llega una formidable presión para “ser positivos”. Según los más supersticiosos, ello nos conviene porque pensar positivamente puede conducirnos al éxito (y ellos suponen que es allí adonde todos queremos ir) o a la superación de las adversidades. Estos supersticiosos, en general, saben por supuesto que tal cosa es mentira, es decir, no pueden ignorar que no existe relación de causalidad entre nuestro pensamiento y los hechos, propicios o desafortunados, que nos ocurren, aunque hagan circular —volando muy bajo— “teorías” que pretenden extraer del psiquismo una presunta “energía” capaz de detener las ruedas de un coche o el crecimiento de un tumor, y que son a la pobreza de espíritu lo que la “comida rápida” es a la miseria material, es decir, una manera muy poco eficaz y bastante dañina, aunque también muy barata, de engañar a la necesidad. Pero la ineficacia, como bien sabemos, nunca ha sido motivo suficiente como para desactivar la superstición.
Si, de todos modos, las circunstancias hacen que este argumento a favor del optimismo se vuelva inoperante o increíble, siempre nos queda otro, más pragmático y seguramente más honesto: que si hacemos como si fuéramos felices molestaremos menos a los demás con nuestras quejas y dejaremos de interrumpir el curso natural del progreso histórico, para el cual los derrotistas y los melancólicos siempre han sido un estorbo muy incómodo. La presión no es aquí tanto para creer que una actitud positiva nos beneficiará sino para que, en lugar de abatirnos por nuestra mala suerte, luchemos contra ella, de tal manera que será considerado como un miserable cobarde quien, por ejemplo, se resigne a morir sin previamente haber librado, como quería Macbeth, una batalla heroica contra la Parca. El raimoniano “diguem no” se considera hoy como una actitud muy antipática, a menos que presentemos alternativas a aquello que nos abruma. Es una versión del “hay que pasar página” o del “hay que seguir adelante” que tanto se ha prodigado siempre en entierros y velatorios. Pero —y esto no es pensamiento negativo, sino sólo interrogativo—, ¿no hay ocasiones en las que es imposible pasar página o seguir adelante, ocasiones en que la lucha está irremediablemente perdida y, a pesar de no haber alternativas, tenemos todo el derecho a decir no? ¿no es eso lo que nos recomiendan las campañas contra las drogas (“simplemente, di no”)? ¿Es que no hay situaciones de las que podemos y hasta debemos decir que son una porquería, aunque no se nos ocurra ninguna solución ni salida honrosa para ellas? El oficial que, para cumplir la orden de tomar una colina en una guerra, grita: “¡Adelante!” al pelotón que se dirige a una muerte segura, ¿qué podría contestar a la tropa que objetase que si avanzan les matarán? ¿”No seáis negativos”? ¿”Pensad positivamente”? ¿”Yes, we can”? ¿”Sí se puede”? En una época que se dice tan poco heroica como la nuestra, no conseguimos desembarazarnos del prejuicio épico que convierte en la peor de las vergüenzas el darse por vencido y “tirar la toalla”, incluso cuando la victoria es imposible o inmoral. Y como antaño sucedía con los magos y los augures, en situaciones desesperadas o insufribles —o sea, cuando ya nada se puede hacer— aparecen, invariablemente, los hechiceros del psiquismo (no necesariamente psicólogos o psiquiatras en el sentido serio de la palabra) para conjurar ese tabú socialmente inaceptable: que no se pueda hacer nada.
Es cierto que, como advertía Nietzsche, la alegría es buena incluso para el resfriado, pero no está claro que pueda producirse a placer, como quien hace churros o infla globos, o que sea siempre socialmente deseable —hay muchos asesinos en serie que matan para estar más contentos—, o que la neumonía sea una consecuencia de la tristeza. ¿Cuántos desempleados, desahuciados o trabajadores autónomos arruinados habrán acabado por creer en esta crisis que son su “falta de personalidad”, su “pesimismo”, su poca “agresividad” en las relaciones humanas, su escasez de ilusión y, en suma, su “negatividad” lo que ha forjado su fatal destino? ¿Cuántas víctimas de la injusticia o de la casualidad se habrán convertido en culpables con este falaz argumento que “psicologiza” su fracaso y les hace más manejables? ¿Cuántas veces hemos oído que en materia económica todo es cuestión de “psicología”, que es el “pensamiento negativo” lo que lleva al empobrecimiento y a la ruina, como si hubiera bastado que, en lugar de la malhadada “educación para la ciudadanía”, se hubiera ofertado en la ESO una buena asignatura de “pensamiento positivo” que fomentase el espíritu emprendedor con las armas de la terapia cognitiva para haber evitado la “falta de alegría” en el consumo interno y en el crédito bancario que tanto daño nos ha hecho? En un inciso de la canción con cuyos versos comenzaba este artículo, Johnny Mercer (que utilizó la letanía de un sermón escuchado en la iglesia para poner letra a la melodía del gran Harold Arlen) ofrece como “ilustración” de las virtudes del buen ánimo los casos bíblicos de Noé o de Jonás (el de la ballena): ¿Qué hicieron ellos cuando las cosas se pusieron feas? ¡Acentuar lo positivo y eliminar lo negativo! Es una hermosa manera de mostrar la inanidad del pensamiento positivo llevándolo al extremo: cuando en otros tiempos los sacerdotes, como aves que huelen la putrefacción, se dejaban caer por las habitaciones de los enfermos terminales en los centros sanitarios, ¿qué otro argumento podían ofrecerles para evitar la desesperación que no fuese la resurrección de la carne o al menos un milagro comparable a la salvación de Jonás o de Noé? A quienes no pueden ofrecer milagros, aunque hoy se envuelvan en los óleos de la bioética para hacerse cargo de estos “fracasos” que a la medicina le cuesta admitir y a la administración hospitalaria gestionar, ruego se abstengan de comerciar con el sufrimiento ajeno intentando culpabilizar a los moribundos de sus “pensamientos negativos” y de obligar a prolongar un poco más el dolor de todos aquellos que, como el escribiente Bartleby, preferirían no hacerlo.¿Es que ni siquiera en ese trance va a ser posible decir “No”?»