Media entrada en los jardines del Teatre Grec para ver a uno de los últimos prodigios del jazz, la pianista japonesa Hiromi Uehara. Más de una década de carrera discográfica, y lo de esta mujer continúa siendo motivo de asombro para críticos y aficionados, así que servidor, a quien todavía le resonaban en los oídos los comentarios sobre pasadas exhibiciones de Hiromi en el Jamboree a las que no pudo acudir, emprendió el camino a Montjuïc por segunda noche consecutiva. Y volvió a acertar.
Parece que hay mucha gente por aquí que no se ha enterado aún, pero a Hiromi le corresponde el status de las grandes estrellas del jazz, es decir, las que trascienden los pequeños círculos reservados al género y son capaces de llenar espacios reservados a otros más mayoritarios. Su aspecto juvenil, su aire desenfadado, su entrega total y la alegría con la que toca, unidos a una técnica absolutamente soberbia y a una gran capacidad para mezclar estilos diferentes sin complejo alguno, justifican la fama de la teclista nipona, cuya carrera está unida a maestros como Ahmad Jamal, Oscar Peterson o Chick Corea. Puntual, Hiromi apareció en el escenario con sus aires de colegiala pizpireta y se puso de inmediato a hacer lo que mejor sabe: dejar boquiabierto al público. Cataratas de notas que iban de la clásica al ragtime, del bebop al rock con rara naturalidad, casi diría que con inocencia mozartiana, y que llenaban el escenario como si en él estuvieran varios instrumentistas más. Pronto tuve claro que Hiromi no tocaba para nosotros: lo hacía para ella. Los demás… bueno, estábamos allí, asistiendo a su espectacular despliegue de técnica, a su casi orgásmica simbiosis con el piano, ante el que ríe y jadea, y de cuyo asiento muchas veces se levanta, sabedores de que teníamos una buena oportunidad para comprobar que eso de los dones y la inspiración no son milongas. Las canciones, de las cuales Hiromi presentó una propia, inspirada por la ciudad del jazz, Nueva York, se sucedían una tras otra para dar cancha a improvisaciones en las que cabían el Canon de Pachelbel y Smoke on the water, Gershwin, Art Tatum y Bud Powell, todo ello a una velocidad increíble. De los muchos conciertos, a los que he ido, creo que el de Hiromi ha sido el que ha ofrecido más notas por intérprete. De acuerdo, la técnica no lo es todo, pero en música es muchísimo. Y sobre el escenario del Teatre Grec había también algo más: una mujer cuya gestualidad denotaba una total entrega a su arte que no podía menos que contagiarse a los espectadores. El set concluyó con una suite dedicada a otra ciudad estadounidense, Las Vegas, y aún hubo un bis como fin de fiesta. A Hiromi, además de escucharla, hay que verla. Me encantará volver a hacerlo en el futuro, mi primera impresión escénica de ella ha sido extraordinaria. La cosa acabó cerca de la medianoche, y después de la brutal sesión pianística, aún tuve tiempo para ver otra cosa de la que muchos por aquí tampoco se han enterado: quién es el mejor entrenador de fútbol del mundo. El cenutrio, ese animal tan común y tan molesto…
En trío, junto a dos monstruos como Anthony Jackson y Simon Phillips:
Piano solo: