Acaba de cumplirse el décimo aniversario del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Leídos varios de los artículos que al respecto se han publicado en distintos medios, y por quedarme con los que me han parecido más destacables, mi posición sobre el tema está más cerca de la del Nobel de Economía Joseph Stiglitz que de la para mí excesivamente optimista opinión de Bernard-Henri Levy. Ojalá Al Qaeda (sitiada y descabezada, eso sí) hubiera perdido, pero creo que defender esa posición es muy precipitado. Los errores de Occidente, encabezados en esta década por la insensata guerra de Irak, han alimentado al islamismo radical y hecho del mundo un lugar más inseguro de lo que ya era hace diez años. Hoy la situación es gravísima, con las potencias occidentales inmersas en una profunda crisis económica de difícil (y, en el mejor de los casos, lenta) solución, provocada en parte por una guerra contra el terrorismo costosísima en vidas (muchas de ellas civiles) y en dinero, y de resultado incierto. Por si esto fuera poco, el fundamentalismo islámico se halla fuertemente implantado en gran parte de los países de Occidente, aprovechando descoordinaciones policiales y el manto protector de la progresía buenista, empeñada en alimentar a la bestia a fuerza de no querer verla. Si a todo esto le sumamos que varios países árabes que en teoría son nuestros aliados se dedican a financiar, proteger y globalizar el terrorismo islámico, que Irán continúa con su programa de destrucción nuclear y el creciente hostigamiento a Israel (precisamente ahora que la población del estado hebreo reclama con fuerza sus derechos y hace temblar al mal gobierno de Netanyahu y los ultraortodoxos) desde Turquía y Egipto, el panorama es sencillamente terrorífico. Sobre este último punto, condeno el silencio hipócrita de los antisemitas (que en este país, uno de los que más ha sufrido la barbarie del terrorismo islámico, abundan, en la derecha y en la izquierda) ante los desmanes de los asaltaembajadas deseosos de libertad (ja, ja), y la gasolina al fuego del «moderado» Erdogan. No hay buenos ni malos en el conflicto árabe-israelí, pero en situaciones así uno ha de tomar posición, y dejo claro que mis simpatías están mucho más del lado del único país auténticamente democrático de Oriente Próximo que de quienes niegan incluso su existencia. Creo que todos aquellos que crean en las libertades, hoy en retroceso y mañana en peligro, deberían hacer lo mismo en este y en otros asuntos más importantes de lo que mucha gente cree. No, una década después del gran atentado, Al Qaeda no ha perdido la guerra.