Quienes leen este blog saben que, cuando escribo sobre música, me centro en ella y trato de evitar mezclarla con el inquietante mundo real, pero resulta que anoche acudí a un concierto un pelín… diferente. Esta semana fui invitado, se conoce que por error, al concierto de bienvenida al Festival de Jazz de Barcelona, el cual promete ser una luz en los venideros meses otoñales. La actuación se celebraba en un lugar tan extraño para la música como el concesionario de Mercedes Benz en Barcelona, que, sorprendentemente, no está en Ciutat Meridiana sino en el Paseo de Manuel Girona. Pues bien, el espectáculo comenzaba a las 20,30 horas, y con puntualidad británica llegué al lugar. Como el resto de invitados, en apariencia más acostumbrados a ir a eventos de gorra que un servidor, fui recibido por un comité de recepción formado por una cuadrilla de bellas azafatas, que primero comprobaban que tu nombre figuraba en la lista (en mi caso, se tomaron su tiempo; me hago cargo de su incredulidad) y después te servían una copa de cava, bebida por la que siento escaso fervor, incluso siendo gratis. Con mi copa en la mano, entré en la sala en la que iba a celebrarse el concierto. Preciosa, oigan. Luz tenue, mesas con velita fashion y unos nachos de diseño (con dos salsas) para mover el bigote (decepción: los nachos de diseño siguen siendo nachos. Como uno prefiere joderse el estómago de otras maneras, al segundo mordisco opté por la retirada gastronómica). Y esperé y esperé a que empezara el concierto, pero claro, éste se celebraba en España, así que comenzó con casi media hora de retraso, tiempo más que suficiente para que este simpático bloguero notara que, siendo poseedor de una capacidad inusual para sentirse extraño en todas partes (ateo, apátrida, desclasado) había ido a parar a una en la que lo era aún más que de costumbre. El pulpo en el garaje, ese animal tan incomprendido, supongo que por ser un enemigo mortal del borrego.
Gracias a Dios (y soy ateo, repito), empezó por fin el concierto, y entonces el mundo real se difuminó, que es a lo que uno había ido. Saphie Wells es una cantante limeña, que no llega a la treintena y es poseedora de una voz cálida y bella. Al ver su agenda (uno va a los conciertos estudiado), ya sabía que Wells está acostumbrada a actuar delante de ese tipo de audiencia veterana, de holgado presupuesto e insípida cortesía que poblaba la sala, a excepción del tipo que estaba sentado justo en el extremo derecha. Tanto Wells como su grupo, los Swing Cats, salieron pues a escena con la lección bien aprendida: repertorio compuesto en exclusiva por standards atemporales, interpretados con la máxima pulcritud (me imagino las escenas de pánico entre tan selecta -y conservadora- audiencia si el grupo invitado hubiese sido, por ejemplo, Atomic) y tanta precisión como escaso riesgo: sonaron, entre otras, Night and day, I can´t give you anything but love, They can´t take that away from me, Mean to me, All of me, After you´ve gone, You make me feel so young… en ese marco, uno hubiera querido escuchar Sophisticated lady o Love for sale, pero no seré yo quien emita la más mínima queja por escuchar una vez más estas canciones, máxime si me son servidas por una vocalista de voz privilegiada y un grupo competente. Y gratis. Después de una hora de actuación y unos aplausos más que merecidos, acabó el concierto. Al parecer, después también se podía comer y beber de gorra, pero uno tenía cosas que hacer lejos de aquel paraíso de calles anchas y limpias, sin gente que pasee por ellas y las estropee, y volver a su Barcelona, la del metro hiperpoblado, los indigentes durmiendo en los cajeros y los guiris luciendo su sempiterna cara de despiste. Eso sí, ayer, vaya usted a saber por qué, las dos Barcelonas tenían algo en común: olían a vergüenza más que de costumbre.
Saphie Wells y su sexteto:
Con la formación de anoche: