Si algo tengo claro, es que el recién alcanzado acuerdo nuclear entre Irán y Occidente era más necesario para la nación persa que para el resto del mundo. El régimen de los ayatollahs, ahogado en su universo de retraso e intolerancia, y víctima de las sanciones impuestas y del notable descenso del precio del petróleo, obtiene un oxígeno que no creo que merezca, por mucho que la llegada al poder del reformista Rohaní haya traído cambios esperanzadores que, hasta ahora, entran más de lleno en el terreno de las promesas que en el de los hechos consumados. En el acuerdo hay mucho de eso, promesas y buenas intenciones: mientras, Irán combate en Siria y Yemen por la supremacía en el mundo islámico frente a Arabia Saudí, e Israel observa todo el tinglado con una muy comprensible desconfianza, pues Irán ha hecho más que nadie por expandir ese fanatismo que hoy dice combatir, y que ha hecho que vivamos en el mundo más inseguro desde el fin de la Guerra Fría.