TRZY KOLORY: BIALY/TROIS COULEURS: BLANC. 1994. 92´.Color.
Dirección: Krzystof Kieslowski; Guión: Krzystof Kieslowski y Krzystof Piesiewicz, con la colaboración de Agnieszka Holland, Edward Zebrowski y Edward Klosinski; Dirección de fotografía: Edward Klosinski; Montaje: Urszula Lesiak; Música: Zbigniew Preisner; Diseño de producción: Halina Dobrowolska y Claude Lenoir; Producción: Marin Karmitz, para MK2 Productions-TOR Production- CAB Productions-France 3 Cinéma (Polonia-Francia)
Intérpretes: Zbigniew Zamachowski (Karol); Julie Delpy (Dominique); Janusz Gajos (Mikolaj); Jerzy Stuhr (Jurek); Aleksander Bardini (Notario); Grzegorz Warchol (Hombre elegante); Cezary Harasomowicz (Inspector); Jerzy Nowak (Viejo granjero); Jerzy Trela, Cezary Pazura, Michel Lisowski, Philippe Morier-Genoud.
Sinopsis: Dominique, una joven francesa, pide el divorcio a su marido, Karol, un peluquero polaco, porque el matrimonio no ha sido consumado. Ayudado por un compatriota, un arruinado Karol regresa a Polonia, donde cambia su suerte.
Al director polaco Krzystof Kieslowski el prestigio internacional le llegó en la parte final de su carrera, a partir de su Decálogo. Su última obra fue una trilogía inspirada en los colores de la bandera francesa, tomados como símbolo de los ideales republicanos: libertad, igualdad y fraternidad. Recuerdo haber visto la trilogía completa hará unas dos décadas, sin que, pese a reconocer sus buenas hechuras artísticas, ninguna de las películas llegara a impresionarme al nivel que Kieslowski había alcanzado entre lo más moderno de la cinefilia. De los tres films, el que más me gustó fue Blanco, cuyo tema es la igualdad y es considerado por muchos el eslabón menos distinguido de la trilogía.
Aunque el tono general no puede ser más distinto del empleado por el cine norteamericano sobre la materia, puede decirse que Blanco es la historia de una venganza, la de un hombre reducido a la nada por una esposa insatisfecha que, pasado el tiempo, consigue resurgir de sus cenizas. Vivimos en un mundo en el que la igualdad no existe y todo se puede comprar, nos dice Kieslowski. Karol, su protagonista, lo aprende de la peor manera: convertido en impotente nada más celebrar su matrimonio con Dominique, una belleza gala, sufre todas las desgracias que a un hombre enamorado pueden ocurrirle en un país extranjero, cuyo idioma apenas chapurrea. Víctima de una mujer que le odia porque le desea y él es incapaz de satisfacerla, Karol pierde su peluquería, su dinero y su dignidad hasta quedarse, literalmente, en la calle. Reducido a la mendicidad, sólo la ayuda de un compatriota al que conoce en el metro de París consigue hacerle regresar a Polonia… metido dentro de una maleta que, además, es robada nada más aterrizar en el país. Karol vuelve al hogar familiar e intenta salir adelante, teniendo a la mujer que ama siempre en la cabeza.
El color blanco, omnipresente, como no podía ser de otra manera, en la película, puede significar muchas cosas: blanco es el traje de novia de Dominique, blancas las paredes de las confortables viviendas francesas, blanca la nieve que cae sobre las agrestes tierras polacas. Kieslowski retrata la desigualdad, haciendo hincapié en la deshumanización del próspero Occidente, y en la precariedad del Este poscomunista, en el que la corrupción continúa campando a sus anchas. ¿Igualdad? Imposible conseguirla cuando eres un extranjero; si eres humillado por alguien que se aprovecha de su situación de superioridad, es difícil cambiar las tornas. Karol lo consigue a base de inteligencia y golpes de suerte: obtenido el (mucho) dinero que necesita para igualar su posición a la de Dominique, sólo le queda el difícil reto de atraerla a su terreno. Película bien rodada, de estética fría, Blanco ofrece diversos niveles de lectura, aumenta su valor gracias a las pinceladas de humor negro que la adornan y derrocha escepticismo respecto a las relaciones humanas: la igualdad es un fenómeno extraño entre naciones y, desde luego, también entre sexos. Es sintomático que Karol sólo consiga reconquistar a Dominique cuando ésta se vea sometida a una humillación muy similar a la que él experimentaba en un París que le era hostil, es decir, cuando ella sea capaz de (o más bien, se vea obligada a) ponerse en el lugar del otro. Blanco también habla de la gratitud, la de un hombre hacia quienes le ayudan y acogen cuando le han dejado tirado. Algunos de los mejores momentos de esta película, en la que una vez más hay que destacar la partitura musical de Zbigniew Preisner (quizá menos presente que en las otras partes de la trilogía, pero igual de acertada), se encuentran cuando se ilustra la relación entre Karol y Mikolaj, un hombre triste, de tendencias suicidas, que recupera las ganas de vivir precisamente gracias al hombre al que salvó.
En el apartado interpretativo, hay que destacar la interpretación de Zbigniew Zamachowski, pues aporta todos los matices que su personaje necesita: puede ser patético, conmovedor, decidido y calculador, y es todo ello con la misma convicción y la misma verosimilitud. Julie Delpy, actriz por la que siempre he sentido debilidad (gran parte de culpa la tiene Richard Linklater), combina muy bien la frialdad despiadada y una constante pulsión erótica, dándole a Dominique toda la feminidad que necesita. Muy bien Janusz Gajos en el papel del melancólico Mikolaj, y más que correctas intervenciones de los secundarios.
Más que un film sobre la igualdad, Blanco es un film sobre su ausencia, y sobre el alto precio que los que la desean han de pagar para conseguirla. Inteligente, lúcida, imbuida de un saludable humor retorcido, está lejos de ser la hermana pobre de la trilogía, pues posee cualidades (ésta última, sin ir más lejos) que en las otras partes echo de menos. Desde luego, la película de Krzystof Kieslowski más recomendable para quienes no sean fans del director.