THE ANDERSON TAPES. 1971. 93´. Color.
Dirección: Sidney Lumet; Guión: Frank Pierson, basado en la novela de Lawrence Sanders; Dirección de fotografía: Arthur J. Hornitz; Montaje: Joanne Burke; Música: Quincy Jones; Diseño de producción: Benjamin Kasazkow; Dirección artística: Philip Rosenberg; Producción: Robert Weitman, para Columbia Pictures (EE.UU.)
Intérpretes: Sean Connery (Robert Anderson); Dyan Cannon (Ingrid); Martin Balsam (Tommy Haskins); Ralph Meeker (Delaney); Alan King (Angelo); Christopher Walken (El chico); Val Avery (Parelli); Dick Anthony Williams (Spencer); Garrett Morris (Everson); Stan Gottlieb (Pop); Paul Benjamin, Anthony Holland, Conrad Bain, Margaret Hamilton, Max Showalter.
Sinopsis: Después de diez años en la cárcel, Robert Anderson sale en libertad y va a visitar a su antigua novia, que vive en un lujoso edificio de Manhattan. Anderson decide aprovechar un día festivo para desvalijar todas las viviendas de la finca.
Quiero empezar esta reseña elogiando los santos huevos del héroe anónimo que le puso el título español a esta película. Dicho esto, The Anderson tapes supuso la segunda colaboración entre el prolífico, y a veces muy brillante, Sidney Lumet, y un Sean Connery deseoso de sacarse de encima la etiqueta de James Bond. La película no está entre lo más distinguido de la filmografía de sus artífices, pero tampoco entre lo peor.
El film se enmarca de lleno en el subgénero de atracos perfectos, sin duda uno de los más frecuentados por el cine de la década anterior. Resulta irregular, y parte de la culpa recae en el guión, obra de un Frank Pierson que en años posteriores hizo trabajos memorables para el propio Lumet. Aquí, la impresión es que se barajan demasiados elementos sin que se les sepa dar el desarrollo y la coherencia deseables. Uno de los momentos que prefiero es el prólogo, en el que se relata la salida de prisión de Anderson, justo después de que éste haga un potente discurso que muestra bien a las claras sus nulas intenciones de reinsertarse en la sociedad. Después llegan la visita a Ingrid, la idea del atraco y su preparación, y es en estas escenas donde en ocasiones el film pierde fuelle. Lo que en The killing, de Kubrick, era (con menos metraje) un rompecabezas de precisión matemática y ritmo hipnótico, aquí se nos presenta (tanto en la captación de las personas que han de colaborar con Anderson en la realización del atraco, como en la planificación del mismo) de un modo mucho más rutinario y atropellado, en el que las escenas de cama entre Anderson e Ingrid suponen paréntesis a veces innecesarios. Tampoco el perfil de los secundarios, de trazo mayormente difuso, contribuye a darle al producto el carácter de obra mayor. Más allá del tema del robo, otra cuestión importante está presente en toda la película (incluso en la discreta banda sonora del casi siempre excelente Quincy Jones): el del control del individuo mediante grabaciones que violan la intimidad. Aunque este punto resulta interesante, y tiene mucho que ver en lo que sucede al final en el atraco, hay que decir que tampoco se le da el tono nihilista, ni se llega al nivel de brillantez que Coppola logró años después en La conversación. Eso sí, cuando el atraco se pone en marcha, la película vuelve a hacerlo, y el tono final es vigoroso. Lumet, director curtido en la televisión y. seguramente, el cineasta que ha retratado de modo más completo la ciudad de Nueva York, aporta pericia cuando falla la inspiración y se permite algunas concesiones al virtuosismo (por ejemplo, en los contrapicados que ilustran el acceso de los policías al edificio donde se está produciendo el atraco) dentro de su sobriedad característica, que se extiende a todos los aspectos de la puesta en escena.
Sean Connery, uno de los actores que mejor ha sabido envejecer ante una pantalla de cine, lleva todo el peso de una película hecha a su medida, y lo hace con sobrada solvencia. Su interpretación es en todo momento acertada y convincente, ya desde el discurso inicial que mencioné al principio. Los secundarios, en general, podrían dar más de sí: Dyan Cannon no me acaba de convencer, más allá de que su personaje tampoco dé para un lucimiento excesivo, Martin Balsam resulta a ratos demasiado paródico en su papel de homosexual experto en obras de arte, y del resto hay que destacar a Ralph Meeker, que aparece muy al final pero borda ese papel de tipo duro (Huevos de acero, le bautiza un compañero) al que tan bien se ajustaba, y la primera aparición importante de un grande como Christopher Walken, que ya apuntaba maneras pese a que su papel es breve y no pasa de tópico.
The Anderson tapes no es una película redonda, pero se deja ver con agrado y, sin llegar a entusiasmar, tampoco decepciona.